Recuerdo que, si deseabas faltar a una práctica o evitarte una revisión o un servicio obligatorio, sólo tenías que llevarle una botella de ron al subteniente y así excusarte. Mi memoria guarda aún los golpes con baqueta, fajilla, espadín, cordones que el jefe de grupo, el oficial del grado escolar o cualquier superior te propinaba sólo porque se les daba la gana. En el comedor, pese a que cada cadete tenía derecho a una porción de pan y de carne, el jefe de mesa consignaba tu porción, para rellenar sus tripas. Y yo no podía quejarme con nadie, pues la estructura jerárquica estaba coludida y era impermeable a cualquier deseo de restitución o de justicia. Los alumnos más brutos, fuertes o de mayor edad gobernaban la escuela y el internado. El director de la escuela sabía de todas estas tropelías, pero las consideraba necesarias para que la maquinaria funcionara. Todo ello sucedía en la escuela militarizada en la que fui recluido siendo un adolescente. La idea de orden, disciplina, fortaleza física y carácter que enarbolaban los ideales de la escuela eran en realidad autoritarismo desmedido, ética lobina entre fuertes y débiles, y disminución de la dignidad individual y del aprecio o amor a uno mismo. Y, sobre todo, no podías acudir a una instancia capaz de castigar a los abusadores, maleantes y corruptos.

Al final mis calificaciones, que no podían esconderse, ya que era una “escuela”, me valieron ascender de grado y obtener la jerarquía suficiente para salvarme de la depredación y la disciplina obsoleta. Fui un “superior” alcahuete y exiliado , y supe sortear las vicisitudes de aquel entorno desgraciado. Todo ello lo he narrado en alguna novela, y pese a todo lo vivido, mis opiniones acerca del despropósito de entregarle un poder mayor al ejército no cuentan demasiado. Quiero decir que no son mis prejuicios y experiencias las que orientan mis afirmaciones, sino un mínimo conocimiento de la naturaleza del poder, de la política marcial y de la orfandad de los ciudadanos frente a ese poder parcial en el que ellos carecen de cualquier influencia. Sólo deben sufrir las órdenes que le son destinadas al rebaño desde una autoridad suprema. Sé que estoy cometiendo una exageración, pero hace unos días envíe un tuit que rezaba: “Sobre Hitler no se me ocurre nada”, decía Karl Kraus cuando le preguntaban al respecto. Una vez que el ejército tome el mando real, yo me inclinaría a afirmar lo mismo y dejaría de opinar. Diría: “Sobre el ejército no se me ocurre nada”. Esto quiere decir que el poder absoluto te deja mudo, desactivado, anémico. El ejército es una institución que debe auxiliar a la tranquilidad de la población y apoyar las funciones públicas destinadas a ello.

Nada más. Mantener un papel discreto y subordinado a las autoridades civiles. Su valor, aun siendo una institución anacrónica, es su discreción y sabia distancia. Hasta que se le demande ayuda por una contingencia. Hace tiempo que me pregunto cómo es posible que alguien despoblado de conocimientos básicos sea capaz de juzgar lo que es la inteligencia, el buen juicio, los gobiernos justos; por ello la educación básica, el cultivo de la ética, la transmisión de las artes, el racionamiento del entretenimiento desolador y degradante parecen necesarias; una vez que un panorama así sea posible, los ejércitos pueden marchar en los desfiles; ayudar en las contingencias y desastres nacionales y cooperar con otras instituciones para contrarrestar el crimen. Esto lo pueden hacer, en México , desde su actual condición.

No quiero hablar desde un pedestal moral y mucho menos desde la “erudición”; lo hago a partir de un sentido común que se construye desde la experiencia y el hecho empírico. La erudición es por constitución parcial, pese a lo amplia o minuciosa que llegue a ser; el espacio donde se desarrolla y se exhibe es preciso y difuso al mismo tiempo, de lo contrario carecería de sentido ya que no se puede ser erudito acerca de lo general o de todas las cosas del mundo. Yo sufrí al ejército en mi adolescencia y parece que en mis próximos años de vida volveré a los años 70 del siglo pasado. ¡Marchen ciudadanos, rumbo al calabozo!

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