La caída del rector Ignacio Chávez en abril de 1966, incluso en las condiciones tan indignas en las que se dio, causó poco eco entre la clase política. Al contrario, las loas al presidente Gustavo Díaz Ordaz llegaron a extremos ridículos. Se encontraba de frente a un congreso donde la voz de la oposición era nimia y los legisladores del oficialismo se permitían decir esperpentos como este: “nuestro mandatario salido de las filas de nuestros políticos, de nuestros profesionistas surgidos de nuestras universidades modestas, improvisó una frase de la que algún día deberán ser recordadas en algún siglo futuro, cuando dijo que si los mexicanos se vieran ante el terrible dilema de escoger entre ser prósperos y esclavos, o libres y pobres, preferirían ser pobres y libres”.

Meses después, el mandatario explayaría su visión sobre la UNAM. Poco temía al pronunciar puntos que causarían polémica hoy en día: “La educación superior no puede seguir siendo prácticamente gratuita; quienes tienen posibilidades económicas, deben retribuir el servicio que reciben en la medida de su capacidad […] para que sólo los estudiantes muy pobres o los que den rendimiento excepcional queden totalmente exentos y aun con garantía de no verse obligados a interrumpir su carrera”.

Entre líneas pedía subordinación por parte de los jóvenes, cuya rebeldía debía acoplarse al marco de lo que establecían sus mayores: “Varias generaciones se han empalmado y sucedido en el proceso revolucionario mexicano. Esto ha sido posible precisamente porque las generaciones anteriores han comprendido las inquietudes, los problemas y las preocupaciones de aquellas que las siguen. Mantenernos en una actitud espiritual abierta hacia la juventud, tratando siempre de comprenderla, facilitará que ésta, a su vez, nos comprenda y prosiga dentro de los causes de nuestro proceso histórico, con la doble pauta de continuidad y renovación. Únicamente quien está dispuesto a aprender, puede llegar a enseñar; sólo puede enseñar quien se mantiene en posición de aprender de las nuevas generaciones. Dar y recibir es la clave de la sucesión coordinada de las generaciones”.

Por otro lado, Díaz Ordaz acusaría a los alumnos de movilizarse en perjuicio de la sociedad: “En la actualidad, sería absurdo admitir que grupos privilegiados, como en cierto modo lo son las comunidades universitarias, se aislaran con sabiduría, costeada por el pueblo, de los problemas e inquietudes que vive la Nación, pero más absurdo sería que los universitarios, por pasajera desorientación, actuaran contra los intereses populares, creyendo servirlos: no es posible concebir a nuestra juventud deliberadamente en contra del pueblo de México”. Con estas palabras también ponía sobre la mesa la idea de que la máxima casa de estudios, lejos de la vocación social que tanto apasionaba al rector Chávez, estaba sirviendo como caldo de cultivo de conflictos.

El discurso daba indicios de que el poblano veía a los movimientos estudiantiles de manera antagónica. De antemano advertía sobre el potencial subversivo del alumnado y de que no tendría reservas para tenerlos bajo control: “Nuestras universidades son autónomas para que los universitarios sean libres dentro de un pueblo que a su vez es libre y soberano. Pero libertad es responsabilidad, no desenfreno; libertad en la ley, no contra la ley. Y menos todavía en un sistema de derecho que señala los medios para combatir y transformar legalmente a la propia ley. La adolescencia no es un escape a la realidad ni otorga inmunidad frente a la ley”.



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