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Los ladridos de una jauría de perros anunciaron el sismo que rasgó la calurosa noche del 7 de septiembre.

El reloj marcaba 12 minutos para la medianoche, fueron los canes quienes primero reaccionaron con sus aullidos y miedo ante el movimiento que cimbró a este pueblo zapoteca del Istmo de Tehuantepec.

El instinto me levantó de la hamaca y me arrojó en medio del patio de la casa. Mi madre gritaba, su cojera le impedía correr, por lo que temblando, bajó las escaleras. Tardó más que nadie en salir; los 20 metros de distancia le parecieron kilómetros.

Me abrazó lo más fuerte que pudo y empezó a rogar a Dios por nosotras. Lloraba. Mientras, el crujir del suelo se intensificaba.

Las noticias derrumbaron la esperanza de los que sobrevivieron. Anunciaban que el temblor duró 40 segundos, los más largos que la “gente de las nubes”, como llaman a los zapotecas, habían sentido en todos sus años de historia . Los gritos a lo largo y ancho del pueblo se escuchaban agudos.

El miedo era lo único que se podía percibir en la gente que abarrotaba las calles, la interminable duración del temblor era el tema de conversación de todos. Los nombres de las vecinas muertas del barrio comenzaron a correr. Las mujeres, portadoras naturales de la alegría en esta región, ahora lloraban por sus muertos, los de todos.

Anunciar la muerte. Luego del espasmo de la tierra siguió el recuento de los suyos, de los nuestros. La pregunta constante entre todas las mujeres reunidas en la calle era cuántas víctimas mortales había; nadie tenía una cifra.

Algunas enunciaban nombres; otras decían apellidos; unas más, los oficios. No lo sabían entonces, pero pronto el reino zapoteca perdió casi a medio centenar de sus hijos. Lo que seguía era anunciar en orden alfabético el nombre de los muertos.

En todas las calles del barrio Cheguigo —“detrás del río”, en español— se formaron de manera natural grupos de cinco a 10 personas, unos sentados en sillas, otros en el piso. Se trataba de un esfuerzo colectivo por reconstruir el trágico momento. Un intento por resguardar en la memoria comunitaria los segundos que habrán de recordarse por décadas.

Ha pasado una hora del cataclismo juchiteco. El tránsito de mototaxis se vuelve intenso, los pequeños vehículos fluyen como sangre de las arterias abiertas de una ciudad que no duerme y agoniza. Todos los sobrevivientes buscan algo.

Unos llaman a sus familiares, otros buscan un sitio seguro para esperar el sol. Los mototaxis hoy no son sólo un medio de transporte, son aves ligeras en las que viajan las buenas o malas noticias.

Los daños en Juchitán se resumen en el derrumbe del Palacio Municipal. El edificio de finales del siglo XIX colapsó y le confirmó a los habitantes que la desgracia era mayor de lo que hasta el momento se sabía.

La desesperación aumentó poco después. Entre idas y vueltas alguien avisó que un hotel repleto de gente había colapsado y los huéspedes estaban atrapados.

Otros anunciaron que una tienda de autos estaba destrozada y así, poco a poco, como si fuera un eco, la medida de la tragedía llegó hasta ellos.

Ciudad herida. Pedí un aventón y recorrí la ciudad y su devastación. El informe obtenido no se comparaba con los primeros recuentos. Conforme las luces del carro alumbraban el camino, se iban dibujando los daños como si se estuviera en zona de guerra.

El olor a gas por las calles se hizo común. Acercarse al Palacio Municipal era casi imposible, una osadía; aún se podía ver el polvo en el ambiente, así como gente cubierta con tierra, testigos que habían salvado la vida.

No había acordonamiento en toda la zona, un par de policías lucían despistados y confundidos. Las garnachas, comerciantes nocturnas del platillo tradicional, aún lloraban y estaban en shock, todas ellas describían el momento en que la parte sur del Palacio Municipal se derrumbó.

A unos cuantos pasos de ellas, otros policías angustiados observaban. Pregunté si había gente sepultada. Sí había.

Un policía en turno no había logrado salir a tiempo. Entre la gente curiosa había funcionarios que daban cuenta de lo sucedido a través de los celulares. Los periodistas informaban al mundo que Juchitán había quedado herida de muerte.

Evadiendo vehículos en sentido contrario, logré salir del primer cuadro y llegar hasta el principal puente vehicular. La lentitud en el movimiento de los vehículos complicaba regresar a casa, a mi calle, a mi barrio, el desnivel que dejó el sismo en el puente principal que conecta a Cheguigo con el centro era la causa.

Llegué y pude informar a los míos todo lo que había visto. Las más ancianas volvieron a llorar, aseguraban que sería difícil recuperarse y más olvidar esa noche de agonía en la región de “la gente de las nubes”.

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