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Mónica Arellano tiene ojos verdes pero por momentos adquieren un tono grisáceo por esa especie de tizne de concreto que hay a su alrededor.

Su hijo comenzaba el segundo día de trabajo en la empresa Baluher Sistemas, cuyas oficinas colapsaron con el edificio de cuatro niveles ubicado en la calle Torreón y el Viaducto Miguel Alemán, en la colonia Roma.

No hay datos de él, pero se presume que ha quedado atrapado entre los escombros: “No entiendo qué pudo haber pasado, quizá no lo vio tan grave. No entiendo todavía qué pasó por su mente”, dice su madre en un tono más bien sereno, como si la esperanza no le permitiera creer en desenlaces fatales.

Además de su temple, a ella la cubre una cobija, el frío no arrecia, pero es suficiente como para tiritar a las 3:30 de la madrugada.

No es la única que tiembla, otros familiares, la novia y amigos de Rodrigo Rodríguez Arellano, el joven de 27 años desaparecido, lo aguardan con semblantes temerosos. Algunos se confunden con los voluntarios animosos que toman decenas de cubetas para surcar entre los escombros.

Se pide silencio con el código ya aprendido y a ese puño levantado le acompaña un sonido que sólo percibe algún brigadista que está sobre los escombros.

Hay aplausos y algarabía que se prestan a confusión: “Hay un sobreviviente”, grita alguien.

Doña Mónica fija su mirada a un punto que no es claro y comenta, casi susurra: “Debe ser mi hijo, seguro es mi hijo”. Son las 4:10 horas.

Una ambulancia y los paramédicos se aproximan. Alguien pide cortar una varilla, otros acercan maquinaria pesada, todos siguen las órdenes de un director de orquesta cuyos instrumentos se afinan al paso: picos, palas, brazos, aplausos para que no bajen los ánimos.

La idea es vencer a una pila de grandes bloques que un hombre corta milimétricamente. Todo se confunde: los muebles de la estética que se hallaba en ese sitio, los autos destrozados, las hojas con facturas que figuran como alfombras sobre el pavimento.

Pero hay vida y podría ser la de Rodrigo, al menos eso quiere creer la mujer de ojos verdes. Todos tienen una misión: los voluntarios mueven grandes piedras en baldes; los socorristas están atentos con camilla y aditamentos médicos; los bomberos y demás brigadistas cortan metales y remueven concreto.

La misión de Mónica es aguardar por un milagro. No sucede. La ambulancia retrocede mientras los rescatistas siguen excavando y los médicos vuelven a su posición habitual: atienden casos por irritación de ojos y garganta; incluso a un golpeado en la cabeza. Pero no a Rodrigo. Alguien dice que hay tres sobrevivientes; nadie lo puede garantizar. Poco antes de las 6:00 de la mañana, la señora Arellano decide perderse entre la gente que, sin saberlo, la apoya en su dolor.

El sol sale una hora y media después. Paramédicos, militares y voluntarios seguirán ahí todo el día. Cuando el astro ilumine el claroscuro del lugar por la tarde, alguien les explicará a los presentes que ya no hay sobrevivientes. Se dirá que hubo al menos cinco rescatados con vida; desafortunadamente Rodrigo no será uno de ellos.

Josué Mena se sorprende de tantas manos que buscan ayudar. Acudió en brigada a las siete de la mañana. Él, como tantos otros, ayuda a levantar los escombros, reparte comida y cuida la valla humana que impide el exceso de personas en el área del derrumbe.

Los voluntarios, sacrificando tiempo y comodidades, son muy distintos entre sí. Los hay jóvenes y viejos, se encuentran médicos, enfermeras, maestros, guardias de seguridad privada y oficinistas.

Todos cortan varillas, rompen piedras, jalan carretillas y pasan botes de mano en mano.

Después del terremoto, la solidaridad es lo más importante, como importante es aquí encontrar un suspiro, un susurro, una voz que salga de abajo en busca de vida.

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