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Minutos antes del sismo de 8.2 grados del pasado jueves, Juan Macías Ramírez, de 80 años, oyó un estruendo como el de un rayo, pero creyó que se avecinaba el mal tiempo. De inmediato la tierra empezó a sacudirse y no lo pensó más, decidió arrodillarse para clamar: “Señor perdóname mis pecados”, pero cuando oraba, pudo ver, que las palmeras “se abrazaban”.

Junto al hombre que se enroló en la Marina en 1961, en Acapulco, estaba su esposa Carmela Grajales Camacho, que también se postró para pedir a Dios que tuviera piedad de ellos.

El sabueso de tres años, propiedad de esta familia corría de un lado a otro; los gatos espantados no sabían a donde ir durante los 93 segundos que tardó el terremoto. Las aves sobrevolaron asustadas.

Juan, Carmela y las otras 298 personas que viven en la isla Playa Azul, del municipio de Pijijiapan, se encontraban sin saber que estaban a 89 kilómetros del epicentro del terremoto y cuando todo cesó, algunos se congregaron bajo las palmeras a llorar y ver qué harían esa madrugada, pero todos decidieron quedarse en el lugar, aunque la alerta de tsunami no les preocupó, porque no les llegó la información, estaban sin luz, sin radio y sin teléfono.

Algunas mujeres de Playa Azul cuentan que pudieron ver que del mar salía una luz azul que iba al cielo. Esa madruga pocos pudieron conciliar el sueño pese a que eran las personas más próximas a donde ocurrió el sismo.

Carmela con una lámpara se acercó a la playa y pudo ver que el mar “se había metido” unos 50 metros. Corrió a decirle a su esposo lo que había visto. Fue después del terremoto, hacia la una de la madrugada regresó el mar y corrió hasta la mitad de la isla. Algunos pensaron que era mejor tomar una lancha hacia Chocohuital, a 700 metros, pero después dijeron que se quedarían.

En la barra Mapache de la isla, en el otro extremo, las seis familias de lancheros no salieron de sus casas. A cinco días del terremoto, los habitantes de la isla no han sido visitados por ningún funcionario, ni el alcalde Aristeo Trinidad, sólo los miembros de una congregación religiosa de Pijijiapan han traído capas para la lluvia, enseres, y alimentos.

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