“¡De a 10 varitos el brownie de mota!”, escuchó Mateo en su primer visita al Tianguis Cultural del Chopo. Entonces tenía nueve años iba acompañado de su hermano Santiago, de 16.

“¿Sí tiene mota?”, preguntó Mateo, “pues compramos y vemos cómo nos ponemos”, respondió Santi.

Con dos panqués en su mochila, regresaron a su casa ubicada en Chalco, Estado de México. Como sus papás vendían ropa en un tianguis de la colonia Culturas aprovecharon y se comieron los postres.

De inicio creyeron que los panqués no tenían nada, porque no sintieron algún cambio. A Mateo sólo le dio mucho sueño y Santiago tuvo ataques de risa.

“Empezó como un juego, yo no quería que nadie le ofreciera cosas a mi hermano o le enseñaran a fumar y tomar en la escuela, yo quería mostrarle lo bueno y lo malo, pero todo salió mal”.

Las visitas al tianguis de la colonia Buenavista se hicieron frecuentes, los dos hermanos iban a comprar panqués, hot cakes y aguas con marihuana, después consiguieron un churro y en su casa le dieron un par de fumadas.

Santiago ya no quería que su hermano consumiera esos productos, así que se alejó de él, empezó a ir al tianguis solo y se juntó con unos vecinos que presumían de conseguir droga.

Amenazó a Mateo: “Si le dices a mis papás que estoy fumando, y que me junto con El Negro y sus amigos, les voy a contar lo del Chopo”.

El menor de los hermanos se aisló y guardó celosamente el secreto; decidió acompañar a sus papás a vender para no quedarse solo en casa.

Los papás notaron que Santi les pedía más cosas para la escuela. “Que si la obra, la salida a un museo, que un libro, además bajó de peso, tenía la mirada perdida y se volvió muy callado”, contó el padre de familia.

Un sábado, Mateo y sus papás regresaron del tianguis y vieron que Santiago estaba en una de las ventanas del primer piso, parecía que se iba a aventar. Al estar drogado no vio a su familia y no se percató del momento en que su papá lo metió a su habitación.

Mateo se espantó y le contó a sus papás de las visitas al Chopo, y de las nuevas amistades de Santi. Lo llevaron a una clínica para dejar las adicciones, “pero no funcionó, nuestro chavo se volvió retraído y nos decía que en las sesiones lo amenazaban, que si no dejaba de fumar marihuana ellos lo buscarían y lo matarían, a lo mejor sólo lo querían espantar, pero no era la forma”.

Santiago empezó a llevar a su hermano Mateo a la iglesia para que se preparara para su comunión, ahí se hizo amigo de un sacerdote y dos catequistas a quienes les confió que se había hecho adicto a la marihuana.

“Me dieron la confianza. No me dijeron que creyera en Dios ni nada de eso, sólo que pensara en el daño que le hacía a mi cuerpo y a mi vida. Cada que tengo una sensación de ansiedad o quiero un churro, vengo a la iglesia, me siento y me relajo, no rezo, sólo me siento a pensar en que quiero ser arquitecto, que quiero una mejor vida y, ahora sí, ser un buen ejemplo para mi hermano”.

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