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Ha pasado un año desde su extradición a Estados Unidos y Joaquín Guzmán Loera todavía no ha sentido los rayos del sol ni aire fresco estadounidense. Los últimos 365 días los ha pasado recluido en una celda de 21 metros cuadrados: sólo sale una hora al día para ir a un cuarto de ejercicios (con una bicicleta y un televisor), y en el pasillo que lo lleva de un lugar a otro puede discernir a través de una ventana si es de día o de noche, si hace sol o está nublado.

Los días los pasa caminando en su celda, un lugar donde sólo hay una cama, una ducha y un escusado. La luz siempre está encendida, y la calefacción a toda potencia para aguantar el frío invierno de Nueva York. Desde hace pocas semanas le acompaña una Biblia y un diccionario inglés-español, además de las decenas de materiales y pruebas en su contra que le pasa su abogado.

Las condiciones de confinamiento en solitario de El Chapo Guzmán en el Metropolitan Correctional Center (MCC) son durísimas, de las más estrictas que se recuerdan, en un lugar que muchos consideran peor que el penal de Guantánamo. “Si quieres diseñar un lugar para volver loca a la gente de manera intencional, sería difícil hacerlo mejor”, aseguró en una entrevista con The New York Times, David Patton, director ejecutivo de la Oficina de los Defensores Federales de Nueva York.

El Chapo ha pasado los últimos 365 días encerrado en su celda de la División de Confinamiento Especial, sin hablar con nadie ni contacto con otros presos. Tampoco habla con la persona que le pasa la comida por una rendija de la puerta de su celda, tres veces al día (desayuno, almuerzo, merienda). Una comida que describe como una “porquería”, que “ni sirve para los animales”.

Las condiciones extremas han afectado a El Chapo, quien ha perdido facultades físicas y mentales. Aun cuando sufre de constantes migrañas, dificultad de sueño y problemas de respiración, no recibe ninguna medicación. A pesar de las peticiones expresas de sus abogados, tampoco le han entregado sábanas limpias desde que llegó, ni le permiten comprar agua embotellada, ni baterías para un pequeño radio.

El único momento en el que abandona el MCC es cuando hay audiencia judicial en la corte. Su salida provoca un descalabro a la ciudad: se cierra el puente que conecta Manhattan con Brooklyn, incluso un helicóptero custodia un traslado que no dura más de cinco minutos.

Cuenta a través de su abogado que cada traslado a la corte es una odisea: le meten en un “huevo” dentro de una camioneta de policía, en la que cree “se va a ahogar”.

Es en la corte, sin embargo, cuando su vista amplía el número de personas que ve en su encierro: además de su abogado ve a policías, custodios, decenas de periodistas, curiosos y, lo más importante, los familiares que cada 90 días van a Nueva York para verlo.

A las únicas personas que ha podido ver de cerca es a sus gemelas de seis años, y a su abogado, Eduardo Balarezo, quien lo visita constantemente.

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