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Atrás de los escombros de ladrillos de barro y paja, Sandra Martínez luce triste. La mujer morena, vestida con pantalón de mezclilla y unas sandalias, cruza los brazos. Fija la mirada en el montón de piedras de lo que era su hogar hasta antes del sismo de 8.2 grados del 7 de septiembre.

Van más de 48 horas que duerme junto con sus hijos y su esposo en un campamento improvisado en su patio.

A seis horas de Juchitán, entre caminos de terracería, nadie sabía hasta ayer lo que sucedía.

Clavado entre lo montañoso del Istmo, habitan 2 mil personas en San José El Paraíso.

La sacudida de 8.2 grados dejó en esa población a 160 familias afectadas, con sus viviendas colapsadas. Un tanto más tendrán que ser demolidas porque quedaron frágiles. “Estábamos en la casa, durmiendo. Comenzó a temblar poquito, después fue muy fuerte. Quería salir corriendo con mis hijos. Estaba lloviendo bastante. Lo que hice fue jalar a mis hijas y abrazarlas”, relata Sandra.

Su esposo, Oreste Figueroa, de 45 años de edad, da más detalles. “No nos dio tiempo de salir, lo que hicimos fue arrinconar a mis hijos en medio de la casa. Ahí nos quedamos esperando a ver a qué hora caía el techo”.

El jefe de familia, dedicado al campo, da gracias a Dios, porque la pared no se vino hacia adentro, de ser así, habrían sido aplastados como ocurrió en otros casos ahí, en el desdibujado Paraíso.

“Sólo quería ver unida a mi familia. Cuando no vi salida, busqué un lugar donde no nos aplastara la madera o la pared”.

Muestra el lugar en el que estuvo su cama, la de sus hijos, la cocina. Detalla como si aún las viera ahí.

Con 50 pesos al día que gana como campesino, Oreste no podrá levantar el hogar para su familia. No sabe cuánto tiempo, cuántas noches tendrá que soportar las lluvias en el campamento que puso en su patio para sus hijos Sandra, Raymundo, Ana, y su esposa.

Hasta ese lugar y a través de helicópteros llegó la primera ayuda. El comisionado Nacional de Seguridad, Renato Sales Heredia, acudió para conocer las afectaciones y llevar víveres.

Germán Ortiz es un adulto mayor. Tiene 60 años, su esposa Ángela López, 57. Esa noche del sismo dormían junto con sus nietos, Jafet, de 4 años y Jeison, de 6.

Comenzó a sacudir la tierra. La luz se fue y de inmediato Germán se levantó de su cama. Fue demasiado tarde, no pudo salir.

La pared del cuarto de adobe no resistió más el movimiento telúrico de 8.2 grados, se vino abajo. “Vi todo lleno de escombro. La cocina, las mesas, las sillas se quebraron. Todo se echó a perder. Pero gracias a Dios nadie se lesionó”.

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