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Siempre hay una primera vez y hoy toca a Andrés Manuel López Obrador una de esas ocasiones para el registro de los tiempos, en que un mexicano tiene un diálogo con un personaje del país más poderoso del mundo, en el que tratan asuntos de Estado.

Estrecha la mano de Mike Pompeo, un hombre jovial, para quien es rutina del poder del imperio una visita como la de esta tarde al ya casi presidente, el primero de izquierda en México. En la oportunidad de fotos para la prensa el estadounidense —ex director de la CIA que alguna vez para atacar a Barack Obama lo señaló como “malvado comunista”— sonríe, ríe, es amable, como dicta el arte de la diplomacia. López Obrador se muestra satisfecho, sereno, atento, su sonrisa es gentil y franca.

Desde el primer minuto hay mensajes de ida y vuelta: el secretario de Estado ha llegado con un convoy de camionetas blindadas, tan largo que no cabe en la longitud, unos 125 metros, de la calle Chihuahua, entre Insurgentes y Monterrey.

El virtual presidente electo lo ha esperado en una sala, ante un retrato de Benito Juárez dibujado con trazos duros en blanco y negro que endurecen la expresión del prócer más grande de México. Al pie de esa representación, hay varias figuras de héroes, el más famoso, Francisco Villa; el modelo de virtud, Morelos; Lázaro Cárdenas, molde de nacionalistas, entre otros.

Banderas nacionales reafirman que aun cuando López Obrador espera ser declarado presidente electo, lo que allí transcurre es cuestión de Estado. Afuera, en las esquinas oriente y poniente, durante la mañana han llegado espontáneos fanáticos del próximo Presidente de la República, animosos, con cartulinas que reprueban el maltrato a los migrantes, la separación de niños de sus familias. “Es fascismo”, se califica en una leyenda.

Aquí no hay manifestaciones antiyanquis o antiimperialistas, como ocurre de manera virulenta en el mundo, en visitas de un secretario de Estado estadounidense, y vaya que Pompeo tiene lo suyo: es toda una personalidad en la Asociación Nacional del Rifle, como congresista su agenda legislativa estuvo en contra de aborto y matrimonios gays.

Mike Pompeo tiene en la Ciudad de México, desde luego, el resguardo del Servicio Secreto, que días antes ha supervisado las instalaciones de Chihuahua 216, a satisfacción de sus códigos de seguridad. Así son los protocolos que incluyen riesgos antiterroristas en el mundo. La escala en las oficinas de transición consume menos de una hora de quien ha venido en calidad de personero de Donald Trump, que tiene formación en la Academia Militar de West Point, abogado de Harvard y que mueve el abanico de la diplomacia como si fuera embajador de carrera.

La oficina de transición, ya se sabe, ha prescindido del Estado Mayor Presidencial, cuyo destino es la extinción, y aquí, en los hechos, este día las vallas metálicas que por primera vez forman una barrera de contención de la gente que gusta acercarse, están vigiladas por pelotones de policías viales de la Ciudad de México, de grandes barrigas muchos, forradas con chalecos antibalas, que se entretienen con sus teléfonos celulares y se dan tiempo para almorzarse una chilanguísima torta de tamal.

Los periodistas están atentos al gran evento. Hay quienes han pasado la noche y madrugada con la encomienda de apartar un espacio para tomar imágenes contundentes de este momento que señala el inicio de una relación bilateral, en la realidad, ya no en la expectativa.

Más tarde, el encargado de los temas de Política Exterior, Marcelo Ebrard, reporta a los periodistas todo terreno que cubren la transición: Fue un diálogo “bastante franco, respetuoso”.

La salida de Pompeo fue imperial, como es rutina en un secretario de Estado, y quién sabe si percibió el espíritu juarista de la casa.

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