“Vinieron todos, hasta los más fresas,” dice una jovencita señalando a los de Odontología . El contingente comienza con puntualidad. La principal amenaza la imponen las nubes y el anuncio del Meteorológico , pero también la eventualidad de que los porros del 3 de septiembre salgan de la nada y vuelvan a lastimar.

Quizá por esta razón aquí y allá se miran adultos en la marcha . Son los padres de los muchachos, porque sus profesores –salvo contadas excepciones– en esta ocasión decidieron quedarse en casa. También hay abuelos que recuerdan la marcha del silencio, celebrada hace 50 años. Uno de ellos se queja porque “ya no hay líderes como Raúl Álvarez Garín … casi todos se han ido, menos Gilberto Guevara y alguno más.”

Manuel Gil Antón

, articulista en estas páginas, hace notar la paradoja: sin las agresiones de los porros , acaso esta marcha habría hecho venir sólo a un puñado de nostálgicos. “Que seamos tantos es evidencia de que hay cosas que no han cambiado.”

Cinco décadas atrás los estudiantes convocaron a marchar contra la violencia del Estado y utilizaron al silencio como un argumento para pacificar los ánimos del monstruo. Ayer, el propósito fue parecido: los jóvenes hicieron el largo recorrido que une al Museo de Antropología con el Zócalo de la capital para denunciar las violencias, en plural, que como generación padecen todos los días.

En las mantas destacó la denuncia contra la violencia de los porros, que es la más reciente, pero también contra la violencia de género, que se vive en las escuelas y universidades, y contra la violencia criminal , que prefiere a los de menor edad para desaparecerles, asesinarlos o encarcelarlos.

Si en 1968 la marcha del silencio fue para protestar contra Díaz Ordaz , este 13 de septiembre de 2018 la denuncia fue más lejos porque las violencias en México se han multiplicado.

El promedio de edad de los participantes ronda los 20 años. Se miran tan jóvenes y a la vez tan conscientes. Al principio corean en desorden consignas que les identifican a partir de su centro de estudios: allá los estudiantes de la UAM , luego los de la facultad de Economía de la UNAM , también van los futuros ingenieros y hasta un niño en su carriola que carga una pancarta con la leyenda: “fuera porros de mi futura escuela.”

En cuanto el contingente cruza Circuito Interior se elevan los puños y una que otra “V” de victoria. Entonces se hace el silencio. La ausencia de sonido puede reclamar con mayor volumen que su opuesto. Solo el helicóptero de la Secretaría de Seguridadquiebra la parsimonia y la contemplación de los otros. No hay conversación, no hay gritos, no hay juego: solo el andar de las pancartas que lo dicen todo, incluida la de un muchacho del CCH Azcapotzalco que recuerda a sus clásicos: All you need is love .

Con el silencio se cumple la amenaza. De la marcha del silencio se transita a la marcha de los paraguas. No diluvia, pero el cielo empapa. Sin embargo, el contingente sigue engrosando. A la altura de la Suavicrema llegan más estudiantes y pasando el Seguro Social , crece nuevamente el número de silenciosos marchantes.

Son las 5:30 y el miedo provocado por los personajes peligrosos cede. No se miran anarcos, ni tampoco porros. Solo hay estudiantes, y sus padres, y sus abuelos; y los profesores faltan. Un puñado de docentes han venido sin embargo a compartir su queja: las universidades tienen contratados a miles de profesores de asignatura a quienes no protegen, laboralmente, de ninguna forma: “esa es otra forma de violencia,” reclama una profesora que se atreve a hablar fuerte.

Son casi las siete de la tarde y la marcha del silencio llega al cenotafio de los 43, frente al horrendo caballo amarillo. Ha dejado de llover y Reforma mira un luminoso atardecer hacia el norte. Entonces comienza la cuenta a voz en cuello: uno, dos, tres, cuatro y así hasta completar el número de los jóvenes desaparecidos en Iguala. La metáfora de esa precisa violencia es de tal magnitud que, a partir de ese momento, la marcha olvida otra consigna y otro propósito.

43 son los dolores que esta joven generación necesita reclamar, y en esa cifra se abarcan todas las demás: la de los porros, la que sufren las mujeres, la que padecen los adolescentes criminalizados, la que reclaman los maestros desposeídos de sus derechos laborales.

El resto de la marcha ya no será en silencio. Denunciar Ayotzinapa no puede hacerse con la boca cerrada. Desde Avenida Juárez hasta la Catedral las gargantas vuelven a usarse y remiten, todas, a una época, un Estado y una autoridad que, como en 1968, no ha sido capaz de velar por el futuro que esos jóvenes representan.

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