Por MAURICIO MEJÍA CASTILLO

Cristina Gómez Álvarez tenía 16 años en 1968 cuando ingresó a la Prepa 7 y a la Juventud Comunista. Participó en casi todas las manifestaciones estudiantiles de aquel año en la capital, sólo le faltó una. Hoy es doctora en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México.

Fue directora del Museo Nacional de Historia y se especializó en la Guerra de Independencia. Por iniciativa propia, este año comenzó a impartir en la Facultad de Filosofía y Letras el curso “Movimiento estudiantil de México 1968”.

En él inserta a México en un contexto de fiebre juvenil que recorría al mundo. En entrevista con EL UNIVERSAL, Gómez Álvarez recuerda cómo vivió las manifestaciones previas al 2 de octubre, en aquel año en que, según cantó Sabina, la poesía salió a las calles.

"En 1968 éramos jóvenes y creíamos que íbamos a ganar”
"En 1968 éramos jóvenes y creíamos que íbamos a ganar”

Todo empezó en una cascarita en la plaza de la Ciudadela. Un partido de futbol entre Vocacionales del Instituto Politécnico Nacional y la preparatoria “Isaac Ochoterena” terminó en pelea. A punta de macanazos los granaderos intervinieron y detuvieron a varios estudiantes. La violencia del acto fue el inicio de un movimiento juvenil con el que México se abrió camino a la vida democrática.

La doctora Gómez Álvarez asistió a la manifestación del 26 de julio que conmemoraba el XV aniversario del asalto al cuartel Moncada en Cuba en el Hemiciclo a Juárez. Ahí llegó una marcha del Politécnico para pedir solidaridad en sus protestas por los hechos de la Ciudadela. La gente comenzó a gritar ¡Zócalo! ¡Zócalo! Para movilizarse hacia aquel lugar.

“Esos gritos fueron muy significativos porque en esa época el presidente despachaba en Palacio Nacional, no en Los Pinos, de modo que era una forma de protestar frente a él por la agresión. De camino nos sorprende otra agresión: los granaderos nos reprimieron antes de llegar al Zócalo. Los vi cuando íbamos por la calle de Cinco de Mayo –éramos tantos que marchamos paralelamente a Madero, la vía principal para llegar a la plaza. Un amigo que tenía una camisería ahí me dijo que me metiera a su local con mis demás compañeros para protegernos. La cortina de acero tenía una reja por donde vi cómo los granaderos sacaron de un estacionamiento a jóvenes que se habían escondido en él. Los tomaron del cinturón y les dieron una golpiza con las macanas. Horas después salimos, cuando ya los granaderos se fueron. Desistimos de continuar y regresamos al Hemiciclo. La gente ya no sabía cómo seguir la protesta. Yo me fui a mi casa. Era viernes. No volvimos a clases”.

La madrugada del martes 30 de julio soldados derribaron con un bazucazo la puerta labrada del siglo XVIII de la Escuela Nacional Preparatoria 1 en San Ildefonso. Buscaban a los estudiantes que ahí se refugiaron luego de ser disuelto el mitin que pretendían realizar en el Zócalo. La Autonomía de la Universidad fue violada.

Figura central fue el rector de la UNAM, Javier Barros Sierra. Secretario de Comunicaciones y Obras Públicas en el sexenio de Adolfo López Mateos, el ingeniero Barros Sierra dijo al periodista Gastón García Cantú –en conversaciones años después- que el bazucazo fue una medida absurda y monstruosa. Estimaba que la máxima casa de estudios estaba de luto por lo que convocó a un mitin en la explanada de la Rectoría para protestar por los atropellos. En él dijo que jamás había visto tan gravemente amenazada la autonomía y aseguró que esa no era una idea abstracta; era un ejercicio responsable que debía ser respetado por todos.

“La Universidad es lo primero. Permanezcamos unidos para defender, dentro y fuera de nuestra Casa, las libertades de pensamiento, de reunión, de expresión... ¡nuestra autonomía! ¡Viva la UNAM! ¡Viva la autonomía universitaria!”.

Ese día, 31 de julio, la doctora Cristina escuchaba emocionada al líder de la UNAM. “Yo nunca había estado en una concentración tan grande. ¡La facultad de Medicina fue la que más me impresionó por tantas batas blancas! Fue un acto impresionante no sólo por la cantidad de estudiantes, sino por cómo una institución respondía a un acto tan ofensivo del Ejército Mexicano.

“El rector izó a media asta la bandera en medio de un acto emotivo. Las autoridades universitarias estaban contemporizando con sus estudiantes. En 50 años que llevo en la Universidad no he vuelto a ver un acontecimiento de esa naturaleza. Esa es su trascendencia histórica. La Rectoría entendió que el acto resultaba insuficiente para protestar por una ofensa tan grande, por lo que decidió organizar una marcha para el primero de agosto”.

El rector Barros Sierra, el nieto de Justo Sierra, fundador de la Universidad Nacional, encabezó la marcha firme, decidido, valiente. Nunca un dirigente universitario ha tenido un gesto similar. Cientos de estudiantes, maestros universitarios y politécnicos codo a codo lo siguieron por Insurgentes desde la Ciudad Universitaria hasta Félix Cuevas, donde dio vuelta la manifestación para regresar por Avenida Coyoacán. En La presidencia imperial el historiador Enrique Krauze, estudiante de Ingeniería en ese momento, narra cómo desde las ventanas del Multifamiliar Miguel Alemán las familias aplaudían y gritaban a los estudiantes y al valeroso rector “¡Bravo muchachos! ¡Síganle!”. De nuevo en la Ciudad Universitaria pronunció un discurso que inició así: Hoy me siento orgulloso de ser universitario mexicano.

Al día siguiente se constituyó el Consejo Nacional de Huelga con, cuenta Krauze, representantes de casi todas las escuelas de educación superior del país. Este órgano publicó el día 4 de agosto el Pliego Petitorio de los estudiantes con las siguientes demandas: a) cese de los jefes de la policía, b) desaparición de los cuerpos represivos, c) deslinde de responsabilidades, d) respeto a la Autonomía universitaria, e) indemnización a los deudos de los estudiantes muertos, f) derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal que se refiere a la disolución social y g) libertad de los presos políticos.

El CNH convocó para el día 5 de agosto, a una marcha a la que la profesora Gómez no asistió porque estaba imprimiendo propaganda para el movimiento. Fue a la única a la que faltó. Estuvo presente también en la del día 13 de agosto que partió del Casco de Santo Tomás, sede del Poli y llegó, ahora sí, al Zócalo.

Una movilización entrañable para ella, fue la del 27 de agosto, cuenta la doctora que aquella fue una marcha de proporciones fabulosas. El movimiento iba en auge: las movilizaciones crecían y crecían. Hasta ese momento era la marcha más grande, recuerda emocionada. “Me impresionó la buena organización. Es un momento muy importante en mi vida, tanto que escogí ese día para doctorarme años después. Caminamos del Museo de Antropología hasta, ahora sí, el Zócalo. Éramos jóvenes y creíamos que íbamos a ganar”.

Ese día el CNH acordó que algunos estudiantes permanecieran en plantón en el Zócalo para exigir el diálogo público porque estábamos en vísperas del informe presidencial. Era cuando el ritual del primero de septiembre consistía en que el Ejecutivo salía en auto descapotado de Palacio Nacional para acudir a rendir su informe a la Cámara de Diputados en la calle de Donceles, unas cuadras de distancia.

Continúa Gómez Álvarez: el Ejército desalojó a los compañeros en la madrugada del 28. Ese mismo día en el astabandera del Zócalo apareció izada una bandera rojinegra. El gobierno convocó a todos los burócratas de las oficinas cercanas –la Secretaría de Hacienda, Presidencia, el Departamento del D.F- para que asistieran a un acto de “desagravio” a la Bandera Nacional. Estos oficinistas se enfrentaron con el Ejército, se enojaron porque los estaban utilizando como borregos en un acto contra los estudiantes. Se revirtió el acto gubernamental y fue expresión de simpatía para con el movimiento.

Si me preguntan cuál fue el título nobiliario más importante que he tenido en mi vida respondo que el de brigadista del Movimiento de 68. Yo organizaba las brigadas porque era la responsable del comité de finanzas del Comité de Lucha de la Prepa Siete, órgano que existía en todas las escuelas de la Universidad. Era extraordinario el apoyo económico que recibíamos de la población mediante el boteo. Esa cooperación se enviaba cada semana al CNH. Así se financió el movimiento.

La marcha del silencio, el 13 de septiembre, es uno de los recuerdos más poéticos de México. Doscientas mil personas caminaron codo a codo desde el Museo de Antropología hasta el Zócalo. Sólo se oían los golpes de los zapatos contra el pavimento. Horas y horas de silencio. Explica Gómez Álvarez que la idea de que nadie hablara, en la que recayó el triunfo de la jornada, fue propuesta por el líder estudiantil Marcelino Perelló.

“Eso, dijo, será distinto y va a llamar la atención porque en México nunca había habido una protesta en la que no se gritara. Marcelino era hijo de catalanes refugiados por la Guerra Civil Española. En aquel tiempo hubo en Cataluña una marcha del silencio para protestar contra el fascismo. La nuestra, con el mismo trayecto que la anterior, fue un éxito mundial”. Cinco días después, en un acto que sigue despertando impotencia, el Ejército Mexicano ocupó la Ciudad Universitaria.

Hubo otros mítines en los días siguientes. Pero fue el del 2 de octubre el que vistió de tragedia al Movimiento. Esa vez nos derrotaron, dice conmovida la profesora, aquello fue brutal. Cuando los disparos en la Plaza de las Tres Culturas provocaron que la gente buscara refugio se formó un cuello de botella en una de las salidas de la explanada. La doctora Cristina quedó materialmente sepultada por una capa de personas. “Ahí quedamos tirados, amontonados, un pelotón de gente. Había quienes en su huida nos pasaban por encima. Perdí totalmente la noción del tiempo. Sentí que me iba a morir de asfixia. No podíamos levantamos. En esos momentos lo único que pensé fue: ¿Por qué?”.

Ella, su hermana y un amigo pudieron escapar del lugar que, dice, le recordó una escena de la serie “Combate”. Cuando llegaron a su casa en Jardín Balbuena su padre creyó que exageraba el relato hasta que vio a Jacobo Zabludovsky que en su Noticiero Nescafé afirmó: ´En estos momentos se está llevando a cabo un enfrentamiento en Tlatelolco entre los estudiantes y el Ejército´. “¡Cuál enfrentamiento! Ellos nos dispararon. A mi papá le cambió la cara y preguntó por nuestro hermano Pablo que estaba en el edificio Chihuahua”. Al otro día, recuerda, “conocí lo que es la calma chicha. Cuando nada se mueve pero sabes que algo está por venir.

“Lo que me motivó a impartir la clase de Movimiento Estudiantil de México 1968 fue mi experiencia personal. Académicamente esa materia es lo más grato que me ha sucedido. Se trata de combinar mi ejercicio profesional de historiadora con mi vida: combinar la memoria con la historia. Pensé que después de 50 años de un acontecimiento tan importante no se había estudiado de manera profesional.

“Las investigaciones sobre este tema son muy recientes y muchas de ellas son de tesis. Pero, salvo contados casos, los historiadores profesionales no se han dedicado a él. Y en esta facultad no se había dedicado un curso a enseñar qué fue el 68, estudiarlo como un hecho histórico.

“No como memoria sino como Historia, con todas sus herramientas científicas. En mi curso trato de diferenciar mis recuerdos con lo que realmente estamos estudiando. Por todo esto estoy en el mejor momento de mi vida profesional”.

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