El primer año de mandato de Donald Trump ha sido una montaña rusa para el matrimonio de conveniencia entre el magnate y el liderazgo del Partido Republicano, una unión sacrosanta al borde del precipicio, pero que entra en el segundo año de vida con ciertos visos de estabilidad. Al menos hasta noviembre.

En el primer año de mandato, Trump y los republicanos sólo han conseguido tres grandes éxitos conjuntos: la desregulación del gobierno, la colocación de un juez ultraconservador —Neil Gorsuch— en el Supremo, y, a última hora, la tan deseada reforma fiscal.

Balance que podría parecer pobre teniendo en cuenta el enorme control de poder de los republicanos, pero un éxito si se analizan las enormes dificultades a las que deben acomodarse las parejas recién casadas, especialmente cuando la unión no se ha producido por un amor de años, sino por conveniencia.

Las dos partes han aprendido a hacer que su relación sea práctica, transaccional. El acuerdo implícito es claro: con la no agresión y el entendimiento mutuo, al menos de cara al público, Mitch McConnell y Paul Ryan prometen entregar los votos necesarios para poder llevar a cabo la agenda del presidente.

A cambio, Trump no torpedea candidatos republicanos protegidos por los líderes, fáciles de manejar para conseguir los votos necesarios para sacar adelante triunfos legislativos. Una pescadilla que se muerde la cola en beneficio de todos los implicados.

“El Partido Republicano está muy, muy unido”, dijo hace pocos días el presidente. La estabilidad parece haber llegado, al menos de forma momentánea. Hace semanas que todo son palabras bonitas entre el liderazgo republicano y la Casa Blanca. Tras meses de peleas internas y amenazas de divorcio, todos se han dado cuenta que la política en Estados Unidos no es más que un deporte colectivo, en el que todas las estrellas —y los egos, y los intereses— deben ponerse en sintonía para conseguir el éxito.

“Fuimos un pequeño equipo. Nos unimos y trabajamos muy duro, ¿verdad? Siempre es divertido cuando ganas”, dijo Trump a Ryan y McConnell el día de la celebración más enorme del primer año de mandato del magnate: la aprobación de la reforma fiscal.

Aunque parezca contradictorio, el caos causado por la publicación del libro Fire & Fury no ha hecho más que ayudar a la estabilidad de la relación entre Trump y el liderazgo del partido. Steve Bannon, el gurú trumpista que tenía como única función destruir el sistema establecido, es una figura inexistente, facilitando por tanto el diálogo entre el Capitolio y la Casa Blanca.

El liderazgo del partido ha abrazado las ideas de Trump en la reforma fiscal y la desregulación; Trump se ha dejado guiar por los veteranos para conocer cómo funcionan las catacumbas de Washington.

Lejos quedan los días en los que legisladores y la Casa Blanca pasaban semanas sin hablarse, con los fracasos acumulándose y la frustración más que evidente.

Los rumores de divorcio total eran tales que los demócratas, como la amante que aprovecha los resquicios para sacar algo de provecho, se dejaron seducir para avanzar en su agenda, especialmente sobre  dreamers. “Chuck y Nancy”, los líderes en ambas cámaras, fueron la pareja de moda durante unos días.

Hasta que los republicanos cambiaron de estrategia. De los primeros en entenderlo fue el senador Lindsey Graham, quien durante la campaña llamó “loco” a Trump, se ha convertido en compañero habitual de golf del presidente.

La coalición puede funcionar. La base de Trump sigue a ciegas a su líder, mientras los republicanos tradicionales puede que confíen en que el partido está atando en corto al presidente.

El único problema, y no menor, es el imprevisible egocentrismo impulsivo del magnate, y el incontrolable y compulsivo irrefrenable deseo de tuitear del líder de la Casa Blanca. De momento, la estrategia republicana es acompañar sin criticar, quejarse sin censurar, matizar mientras se guía por el camino que se desea para obtener un rédito político.

Tras el primer año las cartas están sobre la mesa: ya poco puede sorprender de la administración Trump. En el horizonte, las elecciones legislativas de noviembre próximo.

Todo apunta a una oleada azul de victorias demócratas, y, en previsión de ello, más de una treintena de congresistas republicanos han preferido retirarse a tiempo y no caer humillados en lo que podría ser el retorno de los progresistas al control de alguna de las cámaras del Congreso.

Ahí el matrimonio vivirá su prueba más determinante. En función del resultado se verá cuál es el futuro: si es necesario seguir juntos o si, para el bien del partido, es mejor iniciar los trámites del divorcio.

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