Dado el tono altisonante, pedante y amenazador de Donald Trump en contra de los inmigrantes mexicanos, la discriminación ha aumentado vertiginosamente en dicho país. Sin duda, el clima social es francamente hostil para esta minoría ya que se señala públicamente y sin tapujo a dicho grupo como portador de males diversos —que no repetiremos aquí—, pero sobre todo y en esencia, como población “antiamericana”.

Esta embestida verbal va sobre todo contra quienes no tienen documentos para radicar en territorio estadounidense, pero en realidad nos alcanza a todos porque al final del día, al exaltar el origen nacional como factor de diferenciación social, incluso la inmigración de élite es incluida en el grupo de lo que se considera no deseable por los señalamientos que Trump generaliza sobre “the mexicans”.

A pesar de lo anterior, es un error considerar que la sola aparición de este personaje en la vida política mundial sea el causante de que este clima de odio racial subiera de tono o por lo menos se hiciera más visible para todos.

El racismo es un tema central en la vida estadounidense que se ha enfrentado desde distintas trincheras. Luchas emblemáticas desde los años sesenta como la de Martin Luther King Jr., marcaron un parteaguas sobre todo para la población afroamericana. La lucha de César Chávez en ese mismo periodo se volvió uno de los referentes de dignidad que logró un cierto reconocimiento para los latinos en general y sentó bases importantes para lo que es hoy la acción legal para combatir la discriminación y el racismo en la sociedad estadounidense.

Actualmente y pese al clima social racista alimentado por las televisoras principalmente, el marco legal en Estados Unidos está mostrando —una vez más— ser muy potente. La existencia cabal de un estado de derecho en esa nación ha servido en muchos casos para contrarrestar los efectos del llamado antiinmigrante que mantiene Trump en su discurso y en acciones concretas. Hoy hay una defensa en el estado de California, la ciudad de Nueva York, la de Chicago entre otras, que establecieron escudos jurídicos (llamados ciudades santuario) contra las deportaciones arbitrarias y las persecuciones de quienes son presumiblemente latinos (sobre todo mexicanos, para ser exactos). Esta lucha jurídica no detiene la embestida que es a nivel federal pero sí aminora el ataque frontal, por lo menos en lo local.

La tensión social que genera el racismo en Estados Unidos es permanente y un sello de su propia historia; lo que lo hace diferente hoy es que el mismo presidente alimenta ese discurso de manera tan abierta. Esto así, nunca ocurrió.

Lo que no podemos omitir es que este clima de tensión racial fue escalando en su aprobación e instrumentación mucho tiempo antes de que siquiera Trump soñara que podría ganar la presidencia. En Arizona en el año 2010 se aprobó la Ley SB1070 que es fuertemente restrictiva a la inmigración la cual es la base del actual modelo migratorio de Estados Unidos. Para 2011 en Alabama se aprobó una ley semejante y en otros estados aunque se dieron debates que llegaron a la aprobación electoral de marcos jurídicos restrictivos contra los inmigrantes; sólo se detuvieron vía controversias jurídicas como es el caso de la ley HB87 en Georgia, la HB497 en Utah y la ley HB590 de Indiana.

Pensar que un personaje por más nefasto que pueda ser es capaz de generar por sí mismo un clima de odio racial que se legitima en leyes que abiertamente señalan y excluyen a ciertos grupos es un tanto inocente y, a lo mejor, una forma de buscar aliviar nuestras conciencias creyendo que cuando el personaje no exista más, el problema acabará, cuando en realidad, la tensión frente al racismo en la sociedad estadounidense es parte esencial de su cultura nacional.

Profesora-investigadora del Instituto Mora

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