Guatemala está sumida en un delicado conflicto postelectoral que pone a prueba la democracia, el Estado de derecho y la gobernabilidad del país en los próximos años. A pesar del contundente triunfo del izquierdista Bernardo Arévalo con 58% de los votos en segunda vuelta, el llamado “pacto de corruptos” que controla al país, está empeñado en obstaculizar el traspaso del poder. La vía es un alud de acciones judiciales de la Fiscalía General en contra del partido Movimiento Semilla del presidente electo. Un instrumento que sirvió para inhabilitar a tres candidatos de oposición e intimidar jueces, intelectuales, periodistas y líderes sociales.

Las acusaciones por supuesta falsificación de firmas contra Semilla difícilmente lograrán descarrilar la toma de posesión el próximo 14 de enero. Los guatemaltecos han salido a las calles en defensa del presidente electo; la OEA ha condenado la judicialización de las elecciones y su secretario general Almagro funge como garante; Estados Unidos, la Unión Europea y América Latina respaldan los resultados electorales y el presidente Alejandro Giammattei ha iniciado el proceso de entrega de la administración federal.

Sin embargo, la situación es sumamente crítica por el clima de persecución judicial y la espiral de violencia política y criminal. Arévalo ha recurrido a la Corte Suprema de Justicia y ha condicionado los diálogos de transición al cese de las acciones judiciales. En caso de que las demandas legales continúen y prosperen, su presidencia no tendría ninguna capacidad de gobernar sin una bancada propia en el Congreso y bajo acoso judicial permanente. La moneda está en el aire y la estabilidad democrática en riesgo mientras la corrupción institucionalizada en Guatemala siga atrincherada.

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