El nuevo presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, ingeniero de 58 años de edad, y nacido después de la revolución de 1959, fue electo por la Asamblea del Poder Popular en Cuba por unanimidad. Fue electo por la élite política de la isla, pero no se vio celebración alguna del acontecimiento en la calles de Cuba. De hecho, la población se siente completamente ajena al proceso sucesorio en el gobierno. Prueba de ello es que, en Cuba, es más comentada la salida de Raúl Castro de la presidencia, que la asunción presidencial de Díaz-Canel.

Este hecho —el ser el presidente de la élite gobernante sin el claro acompañamiento del pueblo— puede sellar el destino del experimento sucesorio en Cuba. A diferencia de Fidel, notoriamente, y Raúl por default, quienes gobernaron con el manto de legitimidad que les otorgaba el hecho de ser los dirigentes de una revolución exitosa, Díaz-Canel no cuenta ni con esa legitimidad “revolucionaria” ni con una aprobación popular reconocible. Su fuerza política es la que le presta el aparato político del Estado cubano, fuerza que le puede quitar en cualquier momento si no cumple con los objetivos que le han trazado los dirigentes revolucionarios en activo.

Rodeado de toda la cúpula política histórica del país, además de Raúl, como Ramiro Valdés, José Ramón Machado Ventura y Guillermo García Frías, el nuevo presidente ofreció el compromiso de seguir “el mandato dado por el pueblo a esta legislatura que es dar continuidad a la revolución cubana en un momento histórico crucial”.

Además hizo un reconocimiento: “Raúl Castro Ruz, como primer secretario del Partido Comunista de Cuba, encabezará las decisiones de mayor trascendencia para el presente y el futuro de la nación”. Finalmente, ofreció “ejercer una dirección y conducción cada vez más colectivas…”. Este último compromiso es visto como el reconocimiento de que su figura no atesora el prestigio entre la militancia partidista ni la población cubana en general que durante más de 50 años disfrutaron los hermanos Castro.

El presidente Díaz-Canel deberá resolver el enigma del modelo económico desfalleciente de Cuba. Los hermanos Castro discreparon sobre este particular. Fidel propugnaba por un socialismo insular mientras Raúl, como se vio en su acuerdo con [Barack] Obama, apostaba por un socialismo de mercado. Dos modelos, aislacionista uno y aperturista el otro, entraron en pugna en los últimos meses de la vida de Fidel.

El resultado fue que no se alineó el modelo con ninguna de las dos propuestas, sino se optó por la ambigüedad y el “continuismo”, lo cual equivale a condenar la economía cubana —y el pueblo cubano— al naufragio y la sensación de estar siempre carente de un rumbo con sentido ascendente. La isla se asemeja a un gran transatlántico que navega a la deriva. Y un sistema que no ofrece mejorías, o esperanzas de mejoría, difícilmente sobrevive, a no ser por la fuerza impuesta del Estado.

No es claro que el nuevo presidente tenga la fuerza política propia para poder resolver el problema profundo del rumbo de la revolución. Su fuerza política es prestada y, por tanto, el planteamiento del continuismo es, en realidad, el reconocimiento de que no goza personalmente de las condiciones objetivas para dirimir esta disputa que divide a la élite política cubana.

El presidente Díaz-Canel tiene, como retos inmediatos, el de resolver el futuro del modelo económico cubano, ofrecer beneficios materiales a la población que se encuentra en una situación de desesperanza y cerrar la grave brecha abierta entre élite gobernante y pueblo. La gran duda es si el aparato político le dará permiso para lograr esos objetivos.

Ex embajador de México en Cuba

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