El “gran manipulador”, el “presidente en la sombra”, ya es historia. Steve Bannon (Norfolk, Virginia, 1953) salió por la puerta de atrás de una Casa Blanca que casi llegó a ser suya y en la que su huella queda a pesar de su despedida.

La llegada de Bannon a la política de Estados Unidos fue fulgurante. Educado en la marina (llegó a trabajar en el Pentágono) y un periodo en el sector inversionista (trabajó en Goldman Sachs y fundó su propia firma), saltó a Hollywood como productor de documentales políticos, filmes en los que empezó a divulgar su posición política extremista.

Fanático del ex presidente Ronald Reagan, su lucha era única: la recuperación del sentimiento patriótico, el nacionalismo más recalcitrante. El racismo y la supremacía blanca también tenían espacio en su ideario, todo con un objetivo final: la recuperación de los gloriosos años de Estados Unidos.

Su llegada a Breitbart fue fundamental. Ya no tenía que basarse en películas que nadie veía: tenía en su poder la línea editorial de un portal de noticias de gran difusión. Bajo su liderazgo se convirtió en referencia de la extrema derecha racista, la autodenominada alt-right (derecha alternativa).

El nombre de Bannon empezaba a hacerse conocido en los sectores más ultraconservadores, marcando pautas ideológicas. El lazo con Donald Trump no tardó en aparecer y, en una de las múltiples crisis de campaña, el magnate decidió convertirlo en el jefe de operaciones de una candidatura destinada a la derrota.

Bannon se volvió el eje central de todo. Su discurso y conocimiento del mensaje populista enarboló la base del futuro presidente, que consiguió unir ultraconservadores radicales con clase obrera tradicionalmente demócrata. Muchos veían en Bannon el maestro de títeres que usaba la plataforma de Trump para impregnar al país de sus ideas.

Triunfó el discurso antisistema, de “destrucción del Estado”, del individualismo, el aislamiento, la soberanía, el “Estados Unidos primero”, el secado de la clase política tradicional que a su juicio habían convertido el país en un espejismo de lo que había sido.

Bannon entró en la Casa Blanca decidido a desmontar el sistema desde dentro, a “drenar la ciénaga de Washington”. Nunca quiso considerarse parte del esquema tradicional de gobierno: siempre sería un outsider dispuesto a cambiar las reglas del juego. Estaba cómodo en su rol de incomprendido por todo lo que rodea la presidencia y el presidente: los asesores “globalistas” y “moderados”; la prensa liberal y “enemiga del pueblo”; los políticos republicanos del establishment.

Vivía en la austeridad de un minúsculo despacho en el Ala Oeste de la Casa Blanca, con los muebles mínimos y una pizarra blanca con la lista de promesas por cumplir. En resumen, la arquitectura en la que se basó el trumpismo que triunfó en las sorpresivas elecciones de noviembre.

Bannon es, sin duda alguna, el arquitecto de la figura del Trump presidente. Tan importante fue en la creación del trumpismo que eclipsó al verdadero líder. Tanto se acercó al sol que finalmente se quemó. Todas las grandes crisis de gobierno, las peleas internas, los escándalos, terminaban llevando a su nombre y su influencia sobre el presidente.

Programas satíricos como Saturday Night Live (SNL) lo caracterizaban como un Ángel Exterminador, la imagen de la muerte andante, la destrucción de los ideales de Estados Unidos hecha persona.

Su salida no es el fin del populismo oscuro. Bannon advirtió que está preparado para la guerra en la defensa a ultranza del Trump más genuino, si bien poco después advertiría que la presidencia de éste está básicamente “acanada#. El bannonismo ha llegado política de EU para quedarse, entregado a una nueva revolución que permita avanzar más en el nacionalismo económico-etnocéntrico de su ideólogo.

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