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Eran eso de las cuatro de la tarde, nunca había visto el mar, me dijo, soy de aquí de Guerrero, pero vivo en un lugar donde los agaves crecen grandes y muy verdes, los árboles son fuertes y con mucho follaje cuando llueve, luego se ponen de color café es como si se muriera, pero apenas les caen unas cuantas gotas de agua y vuelven a esos tonos verdes; por ahí pasa un río y por las tardes y las mañanas la neblina abraza la región.
Esa es mi tierra, donde sembramos el maíz que nos alimenta durante todo el año, y ahí juntito están nuestros agaves que crecen libres, los dejamos crecer hasta un punto en el que les mochamos el quiote para que la piña se ponga gorda y hermosa llena de azúcar.
Así es la tradición en mi tierra, mi abuelo le enseño a mi padre y mi padre a mí, ahora les he enseñado a mis hijos y mis hijos a sus hijos a cuidar el tesoro verde que nos da la tierra, esos agaves cupreata, que dejamos crecer por hartos años y luego cuando ya echan el jiote aguantamos unos meses más para desenterrarlos y quitarles sus hermosos brazos y dejar solo el centro, la piña y así la metemos cocer y seguimos el proceso hasta que tenemos nuestro mezcal.
Gracias al mezcal ahora se me hizo conocer el mar, nunca lo había visto, y eso que soy de acá, pero me queda lejos esta inmensidad azul.
Con mucha ilusión, como si fuera un niño, Don Anastasio llego a la playa condesa, se quedó en silencio, se sentó en la arena y sus ojos se llenaron de azul, era como si el mar y la inmensidad se lo llevaran; sólo se escuchaba el fuerte oleaje, el revolotear de algunos pájaros y el respirar pausado del maestro mezcalero.
Treinta minutos de comunión entre el maestro y el mar, un viaje a la inmensidad a los 72 años de edad, después de haberse dedicado solamente a la milpa y al mezcal.
Finalmente, el hombre se levantó de la playa, sacudió su pantalón y tomó su sombrero. Estoy aquí, me dijo gracias a mi padre, Don Teodoro, él fue el que me enseño las artes de la destilación, tenía más que menos como 12 años cuando me adentré a la fábrica de mi padre y de ahí para acá ya nunca salí, pero ahora estoy aquí gracias al mezcal y a él que me enseñó a destilarlo.
Pues mire señorita, me dijo, llevo 60 años en la destilería y en el campo, siempre trabajando, esperando que el clima nos favorezca, que no llueva de más para que no se nos pierda en la inundación la milpa y que llueva lo suficiente para que no se seque lo sembrado.
Estoy feliz, me dijo con una sonrisa discreta, no me imaginé que el mar fuera así y que me recibieran aquí con tanto gusto, me extendió la mano requemada por el sol, fuerte y áspera por el trabajo diario, cálida y agradecida. La esperamos en el pueblo, cuando quiera, de ahí no me muevo.