Al pie del santuario y con un fondo reverdecido por el color del bosque, está Jairo Berrios González, presto para guiar y trasladar a los turistas sobre el lomo de su caballo Rojo hasta las diferentes zonas núcleo donde la Monarca duerme de noche y vuela de día.

Don Jairo ajusta la silla del cuaco colorado para iniciar el recorrido de dos kilómetros y medio hasta llegar al lugar donde las mariposas penden en racimo de las copas de los árboles y se alojan para resguardarse de las más altas y bajas temperaturas.

El cariño que el señor le tiene a la conservación de la biosfera es más grande que sus ganancias de 100, 200 y hasta 300 pesos en un buen día de turistas, aunque para ganarlos tiene que subir al menos cuatro o cinco veces hasta la parte alta del santuario.

Jairo Berrios es uno de los 261 ejidatarios de El Rosario, quienes junto con sus familias han sido guardianes de esa reserva para la hibernación de la mariposa Monarca, declarada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) en el año 2000, como área natural protegida.

Platica que él creció amando y cuidando a las mariposas, mientras que el oficio de guiador lo aprendió de su padre; sus hijos de 17 y 10 años ya ensayan para ser guías de turistas o hasta vigías de la conservación del lepidóptero.

A 3 mil 600 metros del nivel del mar, don Jairo detiene su caballo y empieza el recorrido a pie, hasta llegar un kilómetro adentro, donde se escucha el choque de las alas de la Monarca con el viento y en el que se aprecia ese gran espectáculo aéreo.

Para Jairo es importante hacer bien su trabajo, ya que cuenta que es un apoyo para su papá de avanzada edad, pues además de servir en el ejido El Rosario, tiene que buscar un ingreso más como jornalero en el campo y en el oficio de la construcción.

Con seguridad, expresa que su familia es esa vitamina que le impide sentir cansancio mientras camina las pesadas veredas para satisfacer al turista, aunque al llegar a su hogar caiga rendido.

Mientras ajusta las herraduras de su inseparable Rojo, el señor de 42 años, relata que para él y su familia la mayor satisfacción que les ha dejado colaborar en las tareas del santuario es ver las caras felices de los visitantes nacionales y extranjeros.

“Lo más bonito que nos pasa es que la gente se vaya contenta del buen servicio que le damos tanto los guías como las otras personas que tenemos contacto directo con el turista en su recorrido”, dice.

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