Manley Halliday es el personaje central de una de las novelas más emotivas y extraordinarias que han estado en mis manos: El desencantado, de Budd Schulberg. Conforme avanzaba en la lectura de esta obra, yo mismo iba transfigurándome en ese viejo escritor de los años treinta quien por falta de dinero se ve obligado a entrometerse como guionista en el babélico y arrogante mundo del cine. Halliday era “un hombre que hablaba de sí mismo como si llevara diez años de muerto”, un hombre al que la vida disipada, la juerga continua y el alcohol lo habían llevado a parecer un fantasma, y que había dado ya por terminada su vida desde 1929. Sin embargo, empujado por la necesidad de ganar unos pesos para mal vivir, tenía que soportar a una manada de atorrantes que escarbaban en la tierra, como perros enloquecidos, para hacerse de un lugar en Hollywood. Hay un momento en el que Halliday se ve obligado a expresar a otros qué clase de estilo musical es su preferido; y después de confesar que él se inclina por la música tosca y sencilla sin muchos retoques artísticos, añade que le gustan “las canciones que se pueden silbar.” Cuánta simpatía me causa el desencanto y la sencillez que rodean la vida de Halliday. Creo que este hombre podría sentirse en paz y tranquilo dentro de una vieja cantina mientras lleva a su boca una cucharada de sopa caliente. A mí también me gustan las canciones que se pueden silbar, y prefiero las cantinas toscas, algo avejentadas y servidas por meseros amables que saben callar y además no esperan mucho de ti, acaso que, sin necesidad de hacértelo notar, conozcas bien el momento en el que debes marcharte. He vivido lo suficiente para reconocer que el placer tiende a esconderse y es escurridizo, y que mis cantinas preferidas son las más humildes o discretas. Los meseros poco generosos y que especulan con la botana en pos de obligar a los parroquianos a consumir, tendrían que hacer antesala en el infierno: no se debe jugar con la sonrisa de un condenado a muerte.

Viví durante un lustro en la calle de San Jerónimo, en el Centro histórico, y no había en aquella última década del siglo veinte cantina o bar que se ocultara a mis ojos. Cada una de ellas es ahora una ráfaga de viento o tenue luz dentro de una memoria que se avecina a la oscuridad o a la penumbra. La India, La Vaquita, El Nivel, La Mascota, Salón Corona o La Faena sumadas a un rosario de ergástulas nocturnas, me dieron abrigo y a veces también me lo quitaron. Sin embargo, me gustaría referirme a mí mismo como si tuviera veinte o treinta años de muerto. Luego entonces el Manley Halliday en el que me he convertido recuerda y se acomoda dentro de una sola cantina: Los Portales, en la acera poniente de la calle Bolívar y a unos metros de República de El Salvador. Oteo la fachada neoclásica y el amplio salón en cuyas paredes los bajorrelieves descoloridos narraban pasajes de la historia tarasca. Es posible que en mi desesperación por hacer real la vida haya inventado un lugar que no existió, pero lo dudo mucho, pues fue allí donde a partir del seis de octubre de 1986 aprendí a vivir en las entrañas de una cantina. Yo asistía a la universidad, hecho que no me causa vergüenza, mas no fue en la Facultad de Ingeniería donde me eduqué o me entregué al amansamiento; de ello al final se encargaron los pasos y los días.

“En el intento de conocerse uno se desconoce”, escribió Fernando Pessoa; y yo a Los Portales iba junto con mis amigos a desconocerme. La botana consistía en una acción instantánea: de una misteriosa puerta aparecía un mesero, el Chaparro —atado a una corbata manchada de grasa —quien sin mayores gestos apilaba una decena de mojarras fritas supurando aceite en nuestra mesa. Había que utilizar las manos para desmenuzar el pescado y sólo en ocasiones especiales se nos ofrecía un tenedor. Un montón de recortes de papel de estraza se utilizaban como servilletas y la cerveza era barata y fría, como debe exigírsele a cualquier anfitrión que se precie de serlo. Me he entrenado para pisotear la nostalgia y no narraré o ensalzaré mis recuerdos. Es estricta literatura o hecho verdadero que, en algún momento de la madrugada, una camioneta llegaba a la puerta de Los Portales y depositaba cientos de mojarras crudas en la acera a un costado de la coladera para que ésta no absorbiera a la multitud de peces muertos.
Minutos después aparecía el garrotero y por medio de una pala recogía las mojarras y las amontonaba en una carretilla de metal.
Y horas después de eso la cocina, el hervidero y los olores. ¿Por qué vuelven todas estas
imágenes a mi mente? Es el fantasma de Manley Halliday que me ha tomado el pulso y, en seguida, me ha sustituido. “Y tú, Manley, ¿cómo te sientes hoy?” “Como un millón de dólares en doblones de oro enterrados a tres metros bajo tierra.” Canciones que se puedan silbar… una cantina tosca y sencilla… una cerveza fría y barata… unos meseros que no te quieran robar.

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