De pronto, los zapatos de Ángela Merkel se volvieron el centro de la geopolítica global.

Ahí estaban los malditos: de charol naranja, con unos malditos tacones de 10 centímetros, colocados en una mesa redonda, como el mundo, enmantelada de blanco.

—Combinan con tu traje, Canciller —le informó su secretaria particular, Beate, la voz en un susurro.

—¿Sí combinan? —preguntó Ángela a su vez en un susurro, desde su asiento en el sofá.

—Claro que combinan, son color naranja como tu saco.

—¿Aunque los pantalones son beige?

—Rebotan el color del saco. Eso me informó nuestro experto de moda —aseguró Beate.

Y agregó, con voz igual de suave:

—Son Gucci. Valen una fortuna. 3 mil euros. La Sociedad Europea de la Moda los donó a la Cancillería. Los modistas de Europa te piden, encarecidamente, que aparezcas con ellos en la foto.

La foto: los estadistas de las 20 mayores economías del planeta y sus cónyuges se tomarían una foto de grupo que en un minuto daría la vuelta al mundo.

—Habrán 20 mujeres en la foto, todas impecablemente a la moda —suplicó Beate en su voz pequeña.

—Pero solo una mujer jefa de Estado —dijo Ángela.

—Estará también Christine Lagarde.

—Pero Christine no es jefa de Estado, y estará en la última fila.

—Así es. Serás la única mujer estadista, y no solo eso: la mujer más poderosa del mundo, y no sólo eso: la persona más poderosa del mundo. Y por eso los modistos de Europa te ruegan que esa persona más poderosa del mundo, que será por primera vez en la Historia una mujer, vaya en zapatos de tacón: para ellos, sería la gloria. Quieren publicar mañana una plana en los periódicos principales del mundo con la foto y la leyenda: Alta sobre sus zapatos altos.

—Esperemos —susurró Ángela, sin dejar de ver los zapatos de charol naranja y sus amenazantes tacones de 10 centímetros.

Todo lo importante en la vida le había venido de saber esperar y dejar que la realidad manifestara sus necesidades.

Cuando el Muro de Berlín cayó, la joven Ángela no corrió a cruzar a la Alemania Occidental. Tardó un mes en reaccionar y lo que hizo fue ir a la oficina local del partido Despertar Democrático, para ofrecer sus servicios, en lo que se necesitara.

Una década después, cuando el líder político de Ángela, el formidable Helmut Kohl, era el Canciller de Alemania y se encontraba sumergido en un escándalo de corrupción, Ángela esperó un año a que la crisis madurara, antes de llamar a un periódico y decir, con su vocecita pequeña:

—Quisiera publicar un comentario.

El comentario era de una página de largo y pedía la renuncia del “viejo caballo” Kohl desde la primera línea: “Necesitamos un líder fresco que conduzca a Alemania”. Insinuaba, además, que una mujer, divorciada, de la Alemania del Este y con un doctorado en Física Cuántica, es decir: ella misma, era la adecuada para suplirlo, porque cada una de sus anomalías eran una garantía de un liderazgo distinto al de los “gallos engallados”: los líderes patriarcales que durante todo el pasado habían conducido al país, cabalgando sus egos desmedidos.

“Alguien que no quiera someter ni apabullar”, decía Ángela del Canciller deseable. “Alemania provocó y perdió una Guerra Mundial por soberbia, y ahora debe apostar a la paciencia y a la humildad”.

El “comentario” mató a Kohl, políticamente hablando. Y la paciencia y la humildad de la Alemania derrotada, en efecto la convirtieron, otra vez, en la potencia líder de Europa, con Ángela Merkel como Canciller, a partir del año 2005.

Y ahora, otro viejo caballo engreído, otro gallo engallado, le regalaba su sitio a Ángela, la tímida y comedida doctora en Física: Donald Trump, el escandaloso presidente de América, había tardado escasos 6 meses en retirar a su país de todos los liderazgos mundiales: de la lucha contra el cambio climático, de la dirección del Tratado de Comercio Trans-Pacífico, de la OTAN.

—Trump va en el borde de la foto —murmuró Ángela.

—Borde izquierdo —confirmó su asistente. —Su equipo dice que eso quiere: verse como un outsider.

—El idiota —susurró Ángela. —Yo voy exactamente al centro.

—Al centro, primera fila —confirmó Beate—. A tu lado, el Presidente de China. Y dice el joven presidente de Francia que, si no te molesta, él se pasará también al borde de la foto, a un lado de Trump, en un gesto de fraternidad.

Ángela alzó los ojos al techo:

—Otro idiota —murmuró.

Tomó el par de Guccis y se los calzó.

Caminó encima de ellos, como quien camina en zancos, cuidando el equilibrio.

—Te alzan 10 centímetros —la animó Beate.

—Pero implica caminar de puntas, como una bailarina.

—Es verdad —dijo Beate. —Pero se te alarga la figura. Te ves esbelta y distinguida.

—Pero debo elegir entre caminar sobre ellos o pensar. Ambas cosas no se pueden a la vez.

—Es solo para la foto —le recordó Beate. —Oye Ángela, no me vas a creer, pero fíjate que incluso te aclaran los ojos.

—¿De verdad?

—Se te ven azules.

Ángela se rio con su secretaria particular y sin dejar de caminar, equilibrándose sobre los zancos de 10 centímetros a cada paso, murmuró:

—A las mujeres chinas, en los tiempos imperiales, les amarraban de niñas los pies, para que no les crecieran, y así nunca pudieran huir de los hogares de sus padres y luego de los hogares de sus maridos.

—A las musulmanas de hoy —siguió Ángela—, les ponen burkas, que son como cárceles portátiles.

—Y éstas son las cárceles portátiles de las mujeres de Occidente —concluyó. —Los zapatitos de tacón.

—Discúlpame con los señores de la moda —dijo quitándoselos, una vez sentada otra vez en el sofá.

Y al calzarse los mocasines planos susurró:

—No se puede liderar al mundo caminando de puntitas.

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