El Presidente Peña vio en la televisión los resultados. Según el conteo preliminar, el candidato del PRI, su partido, iba ganando las elecciones en el Edomex por un punto.

De pie ante el espejo, Peña revisó su aspecto. La camisa desabotonada, el pelo negro reluciente, el tostado de la piel, impecable. Y corrigió mentalmente todas las mentiras que en la televisión había dicho la conductora.

A Alfredo III, candidato de la Familia, él, su primo Peña, le había comprado los votos necesarios para no perder la designación que él mismo le había otorgado en un gesto de magnanimidad.

A las 9 de la noche, su primo Alfredo III llegó a Los Pinos con el todavía gobernador del Edomex, Eruviel I. Al verlos entrar al vestíbulo amplísimo de la Casa Presidencial, los saludó de esta manera:

—La libramos por un punto, cabrones. El punto más caro del planeta.

Abrazó a su primo, que agradecidísimo le mojó con lágrimas de emoción el saco, y abrazó a Eruviel, a quién sintió bastante más chaparro que de costumbre.

Esa noche, el cuarto de guerra le pareció monumental al presidente Peña. Tal vez era porque sus ocho pantallas de televisión habían sido suplidas por ocho pantallas de cine, probablemente por la importancia del festejo.

Se destapó la primera botella de tequila. Un mesero les sirvió los caballitos de cristal llenos de la sangre transparente del agave. ¿Por qué los caballitos eran grandes como vasos para whisky?, pensó Peña extrañado al recibir el suyo.

Es el Poder, se respondió. Me están dando todo más grande esta noche de triunfo.

A las 10 de la noche, llegaron al cuarto de guerra los secretarios de Estado de su gabinete. La Porra de Lacayos, pensó Peña, con desdén.

—¡También es de ustedes el triunfo! —exclamó Alfredo III levantando su vasote de tequila, que para entonces debía sostener con ambas manos.

Ellos levantaron con ambas manos sus grandes vasos para responder al brindis.

Quién sabe por qué, Peña no alcanzó el asiento de la silla presidencial: la única silla ergonómica blanca del cuarto de guerra, las otras eran tristemente negras. Tuvo que pedir un cajón, para luego de pisarlo poder subirse a ella, y ya sentado se sorprendió de que sus zapatos apenas llegaban al borde del asiento.

En las ocho mega pantallas, cinco opinadores opinaban sobre lo competido de la contienda y de sus consecuencias para la elección del nuevo presidente, programada para dentro de un año. Pura mentira, pensó Peña, al centro del asiento de la silla grandota.

Les gusta soñar que están en Suiza, siguió pensando, en elecciones verdaderas, y que son grandes filósofos de la ciencia política, cuando en el Edomex hubo un solo factótum: yo mismo: yo que todo lo compré: votos, acarreos de votantes, la autoridad electoral, todos los otros partidos contendientes, excepto el Partido de la Izquierda No Comprada.

A las 12, en la sombra ya cerrada de la media noche, llegaron precisamente los presidentes de los partidos aliados al triunfo. Pura morralla del Poder, pensó con desdén Peña, parándose en el asiento de la gran silla para alcanzar a verlos, por encima de la mesilla, entrar al cuarto de guerra.

Tres presidentes de los partidos manifiestamente aliados y dos presidentes de los partidos encubiertamente aliados —designados por él para dividir el voto de la oposición—: tan pequeños los pobrecitos presidentes de partido que tardaron cinco minutos en cruzar los diez metros hasta la silla presidencial.

Oyó como desde lejos en el piso los pobres duendecitos, del tamaño de un palmo, le gritaban a coro:

—¡La libramos!

—Por un punto —les reclamó Peña desde arriba, de pie en el asiento.

De pronto, se escucharon varios gritos, delgados y cortos, como los chillidos de un grillo.

Peña saltó de la silla y corrió durante diez minutos por la pradera azul del tapete, hasta llegar a ver el espectáculo que tenía a todos los presentes reunidos de pie alrededor de un descomunal vaso de tequila y llorando de risa. El secretario de Educación se había caído en su vaso de tequila: ahí estaba el joven funcionario braceando en las aguas transparentes y dando grititos.

El presidente del PRI se trepó en los hombros del secretario de Gobernación, se paró en el borde del vaso, y en un clavado de nadador olímpico, saltó al tequila para salvar al secretario de Educación.

Que nadie dijera que algún político nacional se arredraba en asuntos de salvamento. Sobre los hombros del presidente del PRI, fueron trepando los otros secretarios y secretarias y cada uno de los tantos presidentes presentes. Parados en el borde del vaso, uno tras otro fueron saltando al tequila, y aquello se volvió una fiesta de piscina.

En esa líquida festividad estaban, cuando una voz atronadora los hizo volverse. La candidata de la Oposición No Comprada, la maestra Delfina, era una carota de gigante repetida en las 8 inmensas pantallas y su voz parecía hecha de truenos.

—Voto por voto, casilla por casilla; revisar toda la elección, es lo que exigimos —tronó mientras los nadadores del tequila se tapaban las orejas con las manos para que la voz de trueno no les reventara los tímpanos.

—¿Cuándo creció tanto la Maestrita?

—preguntó el secretario de Salud, sumergido en el tequila y agarrado con una mano del borde del vaso.

Peña suspiró. Solo, al pie del rascacielos de cristal que era para entonces el vaso, se sintió cansado de antemano al imaginarse operando el trampeo de un recuento de votos, y luego, al año siguiente, trampeando la pesadilla de la elección presidencial, tan extensa como el territorio de la Patria.

—Me voy a descansar —anunció.

Pero nadie alcanzó a escucharlo, todo mundo estaba en el roof garden del vaso, y nadie le dio las buenas noches.

Las escaleras que llevaban a los dormitorios fueron un problema. Cada peldaño significó que escalara la pared, cogiéndose de sus grumos como de rocas. En cambio, pasó sin dificultad por la ranura entre la puerta cerrada y la duela del piso.

La cama ya le pareció de una altura blanca inalcanzable. Se tendió entre los estambres de la selva del tapete verde. Debía de verdad descansar. A la mañana siguiente debía dar un gran discurso sobre las vaquitas marinas, que no tenía idea de qué eran. Ya lo sabría al leer el discurso.

El gallardo guardia del Estado Mayor Presidencial se acercó al podio, abrió la mano, y el Presidente Peña saltó de la palma abierta para tomar el micrófono. Pero estaba demasiado alto, en el extremo de un tubo plateado.

Miró el teleprompter. Algún idiota había puesto en su lugar una inmensa superficie gris con letras colosales, cada una del tamaño de una casa, y su vista solo podía abarcar una letrota:

E

Improvisaría, qué demonios. A él nada lo arredraba. Carraspeó para limpiarse la garganta, y dijo, alzando la voz:

—Ya sé, amado pueblo, que no me escuchan. Ni me ven ni me admiran. Ya sé que a mis espaldas me llaman Peña el Pequeño, porque lo que toco, lo hago chiquito. Pero tomen.

Levantó el dedo medio.

—Los vencí, pueblo, por un punto.

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