Yo soy gente como tú —dijo la maestra de primaria, Delfina Gómez, en su primer anuncio de televisión.

Lo que hizo saltar de su sillón de cuero al candidato del partido hegemónico, Alfredo del Mazo III, hijo y nieto de gobernantes del reino.

—¿Cómo que “yo soy gente como tú”? —se burló—. Eso ni siquiera es buen español. Será acaso náhuatl. Esa maestrita es la prueba de que la educación pública es un fracaso.

Pero llegando a los 60 días previos a la elección, Alfredo III tronó contra sus asesores.

El asesor de imagen. El asesor de lenguaje. El asesor de silencios y omisiones. El asesor político. El asesor ideológico. El asesor económico. El asesor de banquetes y snacks.

—¡Esto no está funcionando, señores y señoras! La maestrita me rebasó en la última encuesta. ¿De qué viene sirviendo lo hecho?

Durante las últimas semanas, por el largo y recto Paseo Tollocan, habían desfilado los trailers plateados que llevaron a los caseríos de pobres los regalos. Planchas, televisores, pollitos en cajas de cartón, cochinos en huacales, computadoras, casas del Infonavit.

—Con una puta frase mal dicha la maestrita Delfina destruyó el efecto de esa inversión de miles de millones de pesos —volvió a tronar Alfredo III.

Y es que la maestra Delfina había dicho en la televisión, con la sonrisita taimada en su rostro redondo y moreno:

—Ustedes acepten todo, mi gente, al fin que fue comprado con nuestro sudor y nuestro llanto, y cada regalo es la prueba de cuánto nos han robado. Nomás no vendan su dignidad.

Y había terminado el mensaje con la frase que ya era su marca:

—Acuérdate, yo soy gente como tú.

Desde entonces, los pobres del reino, es decir: el 99% de la población, habían recibido los regalos sin agradecimiento, al contrario, con una suerte de impaciencia.

—A ver, ya dame mi regalo, que tengo cosas que hacer.

Hasta con desdén.

—Ya dame los pollitos, pobres criaturas de Dios.

Hasta con enojo.

—Maldita cubeta de plástico, ¿no trajeron lavadoras eléctricas?

Incluso con rabia.

—Esta es la casita que me debiste haber dado hace 20 años, ratero.

—Los regalos están resultando anti-publicidad —razonó entonces Alfredo III ante sus asesores. —Lo que necesitamos es discurso para envolver los regalos. Traigan grandes oradores al reino.

Así, fue llegando por el largo Paseo Tollocan la caravana interminable de camionetas negras y blindadas de los príncipes del linaje priísta y de sus ministros.

Ponían a cada ilustre visitante en un templete alto ante un micrófono y les ponían enfrente a la gente en el suelo bajo, y el orador hablaba de la Patria y más de la Patria, y de que mañana será otro día, y de que somos sangre de héroes, y de que la bandera tiene tres colores como tres colores tiene el alma mexiquense, y de que el peso pesa mucho aunque compre poco, y la gente de abajo organizaba porras para interrumpirlos.

—Que sí, que no, que no, que sí, abajo el PRI.

Y es que la maestrita había dicho en la televisión:

—¿Cuál democracia? No se dejen engañar, gente. Acá nunca ha habido democracia.

—¿Cuál cultura? —había agregado de refilón—. Acá no hay un solo museo, hay un solo auditorio, no hay teatros. Los únicos espacios comunes acá son los Cinemex y los Cinépolis, y sus boletos cuestan un salario mínimo. Yo lo sé y tú lo sabes, porque yo soy gente como tú.

—Mierda con eso de “yo soy gente como tú” —masculló Alfredo del Mazo III. —Que la Secretaría de Educación Pública le prohíba el uso de esa frase imposible —ordenó.

—Un momento —dijo de pronto, y sus ojos se iluminaron. —No, lo que haremos es darle gusto a la maestrita. Me traen al reino a la puta Democracia —ordenó, y agregó de refilón: —Y alguito de puta Cultura.

Fue así que durante el siguiente mes, flotillas de helicópteros trajeron volando por los cielos una copia de la Estatua de la Libertad, y la bajaron en la plaza central del reino. Trajeron luego volando por los cielos al Palacio de las Bellas Artes, y lo depositaron en la ladera de un monte, ladeado. Trajeron el complejo de teatros de Chapultepec, la Catedral de Zacatecas y de una vez al padre Solalinde, dictando un sermón incendiario en contra del PRI.

Eso sí admiró a los pobres del reino. Se paseaban por los monumentos o se congregaban alrededor del padre Solalinde y murmuraban, con asombro:

—Ah mira, esto es la democracia.

—Órale. Esto es la cultura.

—Ah mira.

—Ahora sí vamos bien, señores y señoras —dijo un viernes por la tarde Alfredo III a sus asesores.

Faltaban apenas 3 días para la votación y Alfredo III sabía que el triunfo era suyo. Lo decían las encuestas, que encabezaba con una ventaja de 30 puntos, y lo decía el repentino silencio de la misma maestra Delfina, que había dejado de salir en la televisión.

Con todo, Alfredo III no quiso confiarse. Asignó para la reflexión esa noche y fue al lugar donde las mejores ideas de su vida le habían llegado. La discoteca Baby O.

Tal vez fue el exceso de alcohol, o el exceso de baile en la pista de luces intermitentes, o tal vez la combinación de luces y alcohol, pero de pronto lo vio.

El mesero que le traía al apartado el siguiente martini seco, tenía una cara idéntica a la de Delfina. Redonda y morena y con esa sonrisita ladina.

Agitado, salió a la calle, y volvió a sobresaltarse. Los tres guaruras que saltaron de su camioneta negra y blindada, para proteger su subida al vehículo, tenían la cara de la maestra Delfina.

—¿A dónde lo llevo, señor? —se volvió a preguntarle el chofer, y la sangre se le heló a Alfredo III.

Tenía la cara de Delfina.

A la mañana siguiente, en su cierre de campaña, sucedería lo peor. Como un campeón, Alfredo III emergió por el túnel del estadio a la luz donde una ovación de 30 mil almas lo recibió, trotó para ascender al estrado y ante el micrófono no pudo juntar una sola palabra.

Eran, en efecto, 30 mil las personitas que esperaban su mensaje final de campaña, y todos tenían la cara —y la sonrisita pícara— de la maestrita Delfina.

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