Desde su dorado lugar de retiro en Miami, el ex presidente Peña Nieto se refirió a los días en que destruyó al país.

—Qué cosa, ¿no? —dijo con su elocuencia usual, sentado en la poltrona y frente al mar, en shorts blancos, camisa a cuadros rojos y blancos, y tenis blancos.

Sonrió con nostalgia:

—Caray, de verdad, qué cosa, ¿no?

Narró que cuando el presidente norteamericano anunció que sí construiría un muro a lo largo de la frontera, pero con una puerta, sufrió un enamoramiento repentino e inexplicable del agresor de su país.

—Lo amé, qué tipo más amable, me dije.

Sonrió, y su dentadura perfecta iluminó su rostro bronceado.

Luego el presidente agresor empezó a deportar mexamericanos. Contrató 15 mil policías más de los existentes. Los monos grandes y pesados y vestidos de azul, tumbaban puertas, entraban a las casas, esposaban a connacionales, los exhibían ante los vecinos como criminales, los tiraban en la frontera.

Un espectáculo de humillación y crueldad.

—Y yo, yo no tenía corazón para ellos, mis paisanos —confiesa Peña. —Todo mi corazón era para el Güero. Qué cosa, ¿no?

Hubo por entonces quienes pensaron que cada caso de deportación debía de llevarse por los consulados mexicanos a las cortes de justicia, y así crear una crisis judicial en EU. Una crisis que daría la oportunidad a los opositores de Trump —la mayoría de los norteamericanos— de manifestarse y trabajar en pro de las víctimas.

—Empantanemos a Trump —le suplicaron al Presidente sus asesores.

—Pero yo ya estaba hechizado por Trump —sonrió con melancolía Peña. —Además, nunca he podido entender una estrategia tan larga. Por otra parte, estaba seguro de que él por güero y por hablar inglés, sabía lo que hacía, y era por mi bien.

Sacudió la cabeza recordándose tan enamorado.

—Vaya, miraba una florecita amarilla y lloraba de amor —lo dice y se ríe. —Qué cosa, ¿no?

Así que le pidió a su Canciller que declarara que estaba lindo lo de las deportaciones pero que luego se pusiera duro y aclarara que no recibiríamos en el país a los migrantes salvadoreños y yucatecos.

—A extranjeros no, le dije con firmeza, y un poco de celos.

Trump le habló esa noche por teléfono y Peña temió que estuviese irritado por la pequeña insubordinación, pero Trump lo que le dijo fue:

I love you, Peña. You are the one and only asshole in the world who does as I say, immediately.

Lo dicho, Peña no hablaba inglés, pero le gustó el tono juguetón de Trump y le tronó un beso en la bocina del teléfono.

Y creyó que ahí acabaría el castigo, pero como es sabido, apenas empezaba. Vendrían los aranceles a los productos mexicanos y vendría la invasión de los marines a suelo patrio.

—Qué caray, ¿no? —dijo Peña con su capacidad expresiva usual.

Fue cuando los locos de las ideas de insubordinación, propusieron no solo defenderse de Trump, sino contraatacar. Hacer una lista de las dependencias de EU con México y usar cada dependencia como una ficha de negociación.

—Yo les dije: ¿cuáles dependencias de él a mí? Por desgracia, me he enamorado de un hombre que lo tiene y lo puede todo, mientras yo… yo no tengo nada, no soy nada, nunca seré nada, no puedo pretender siquiera tener más que nada.

Con todo, los rebeldes le llevaron la lista de fichas contra Trump a su oficina.

—Úfales —dijo Peña —no sé ni cómo pensaron tantas cosas y tan audaces. Eran como veinte fichas que podríamos usar contra Trump, para golpearlo y desgastarlo. Para crecer nosotros al oponernos ante la injusticia y adquirir orgullo de país.

Pero les tiró su lista en la cara.

—Ustedes solo quieren que el Güero no me quiera, les grité llorando. Qué cosa, ¿no?

Confiesa los pormenores de ese gran amor. Le hablaba por las noches a Washington al güero, para darle las buenas noches. Nunca le contestaba, le alegaban que andaba en una cena, que tenía cita en su dormitorio para aterrorizar a su esposa Malaria, que estaba viendo en la tele a un periodista a quien amaba odiar o jugando golf ciego (golf nocturno).

A pesar de los rechazos, Peña por las mañanas le mandaba cien rosas rojas, y se paseaba meditabundo por los jardines de Los Pinos suspirando. En su fuero interno sabía que sus corazones latían a un mismo ritmo, en una canción delicada, por debajo de los ruidos y ajetreos del mundo.

Una mañana de marzo, sin embargo, la rueda de los eventos giró súbitamente.

En la madrugada del 8 de marzo, Peña soñó con una doncella de cabellos rojos y largos, vestida en un camisón de algodón blanco, inflado por el viento. La doncella se lanzaba a un río y se hundía apretando los puños y los labios, hasta caer depositada en el lecho de lodo, el rostro tranquilo, tres peces azules cruzando sobre su frente.

—Ese sueño no ha de ser mío —pensó Peña, sorprendido.

No lo era. El sueño llegó a él de otras latitudes y otro siglo, extraviado en las ondas hertzianas, y entró por su oído a su conciencia, pero igual, aunque ajeno, anidó en su corazón, para darle por fin solución a su dolor de amante.

Fue directo a la televisora más cercana y ordenó que televisaran en vivo su mensaje a la Nación.

—Mexicanos, no sé qué hacer —admitió ante las cámaras. —Estoy perdido.

Miró al ojo de la cámara y lo dijo:

—Perdido de amor por mi agresor. Qué cosa, ¿no?

Luego ya sabemos lo que pasó. Fiesta nacional, a las dos semanas el Congreso nombró al Presidente interino y empezó en firme la defensa de la Patria; y Peña cruzó por la puertita del muro a Miami.

—Nadie me lo dijo, pero lo sabe mi corazón —se dijo Peña mientras cruzaba el umbral en el muro. —Esta puertita el Güero la construyó solo para mí.

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