Los presidentes de Estados Unidos y México anunciaron la semana pasada el inicio del proceso de renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Esta es una decisión histórica para México, la región y el mundo. El resultado es altamente incierto dadas las dificultades procedimentales y de contenido para reformarlo. Las consecuencias para el país dependen más de la reacción interna que de lo renegociado, si es que se logra.

Hay una enorme diferencia entre las negociaciones hace un cuarto de siglo y las de 2017: en la primera ocasión, los tres gobiernos tenían fundamentalmente el mismo objetivo: lograr un ambicioso acuerdo para eliminar las barreras al comercio y la inversión en la región y representar un ejemplo para el resto del mundo. Juzgado por estas metas, el TLCAN ha sido altamente exitoso y benéfico para las partes. Ahora, el objetivo de renegociación expresado por la Casa Blanca, aunque contrario a lo establecido en la ley Trade Promotion Authority (TPA), es corregir la “catástrofe” infligida a Estados Unidos.

El TLCAN ha tenido un profundo impacto en el ámbito de las negociaciones comerciales internacionales en todo el mundo. Fue pionero en el desarrollo de disciplinas: reglas de origen, propiedad intelectual, compras de gobierno, solución de controversias, apertura de inversión y servicios con base en listas negativas (todo lo demás automáticamente abierto), salvaguardias, trabajo y medio ambiente y otras. Además, pavimentó el camino para terminar la Ronda de Uruguay, establecer la Organización Mundial de Comercio (OMC) y lograr su aprobación en el congreso de Estados Unidos. También resultó en un fuerte impulso para el Acuerdo de Cooperación Económica de la Cuenca del Pacífico, incentivó la celebración de acuerdos bilaterales y regionales en América Latina y llevó a Colombia, Chile y Perú a imitar, pero luego rebasar, la agenda encabezada por México. Finalmente, permitió a Canadá, Estados Unidos y México negociar decenas de tratados similares, aunque ninguno con el nivel de ambición del original, con países que querían un trato semejante.

Este impacto internacional es suficiente para declarar exitoso al TLCAN, pero su naturaleza histórica va más allá. Ésta reside en que por primera vez se negociaba un acuerdo ambicioso y simétrico entre dos países hipercompetitivos y abiertos y una economía en desarrollo y relativamente cerrada. Entonces, muchos pensaban que la ambición y la simetría eran incompatibles para partes tan disímbolas. La mayoría recomendaba seguir con la tradición de dar al país en desarrollo trato especial y diferenciado; es decir, no sujetarlo al mismo conjunto de obligaciones.

El TLCAN tiene dos características revolucionarias: simetría y cobertura universal. Los derechos y obligaciones aplican por igual a las tres partes y están incluidos todos los bienes y la inversión y servicios excepto las reservas listadas en anexos que no pueden ampliarse y que se reducen automáticamente cuando cada parte modifica su propia legislación para abrir mercados. Así, todas las reformas para abrir sectores implementadas por México (o Canadá o Estados Unidos) de manera unilateral desde 1994 en materia de inversión y servicios forman hoy parte integral del tratado.

La simetría es el principal valor para México. Por dos razones: primera, sería claramente inaceptable que el país fuera tratado como un socio menor, encomendado. Segunda, el alto nivel de disciplinas y el establecimiento del imperio de la ley que implican, al menos para un segmento de la economía, eran antihistóricos y revolucionarios. El país se comprometía con un conjunto normativo, que la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha reconocido superior a las leyes federales, no reformable sin un alto costo y que implicaba la competencia internacional por la apertura y la doméstica por el mandato de establecer una comisión federal de competencia económica.

Cabe preguntarse por qué el sector privado mexicano estuvo dispuesto a aceptar este arreglo. Con el TLCAN se terminaba, para una fracción creciente de la economía, el capitalismo de compinches y los arreglos para reservar para ellos mismos una rebanada del pastel. La respuesta se encuentra en el valor superior que tienen el respeto al derecho de propiedad y la garantía del Estado de derecho, a cambio de la expansión del tamaño del pastel de tal suerte que, aunque la rebanada fuere menor, los beneficios mayores, aunque inciertos, en un ambiente de competencia.

Hoy, para México, el tratado no es preferencial. El nivel de aranceles de nación más favorecida (NMF) que aplica Estados Unidos es muy bajo. Sin TLCAN los exportadores mexicanos pagarían cerca de 2% para bienes industriales y 6% para agropecuarios. Así, el impacto de que se termine el TLCAN depende de que el país permanezca abierto e impere el Estado de derecho para las operaciones de comercio exterior e inversión extranjera y que la legalidad se extienda al resto de la economía.

México no debe aceptar una renegociación que termine con la simetría, merme la apertura, reduzca la competitividad o promueva el comercio manoseado y regrese a las componendas y arreglos para proteger sectores de la competencia en contra de los intereses del ciudadano consumidor y del crecimiento. Lo que sí puede aceptar es una revisión del TLCAN que haga América del Norte más competitiva y abierta al mundo.

No hay que salirse del TLCAN, pero sí pararse de la mesa de negociación si lo que propone Estados Unidos es inaceptable, aún a sabiendas de la amenaza de Trump de abandonarlo. Si lo hiciere —si lo deja su congreso—, el artículo 2205 expresamente establece que el tratado seguiría en vigor entre Canadá y México y por lo tanto sería ley suprema de acuerdo con artículo 133 de la Constitución. De cualquier manera, lo más importante es que el país opte, en los hechos, por tomarse en serio y ser una economía abierta a todo el mundo y en la que se respeten plenamente los derechos de todos, sin discriminación a extranjeros, para ser hipercompetitivos.

Para Estados Unidos la simetría era clave para ‘exportar’ su sistema jurídico con vistas a contar con un terreno parejo para la operación internacional de sus empresas. De hecho, muchos analistas estadounidenses veían al TLCAN como instrumento para la permanencia y ampliación de las reformas y apertura en México. Ahora, a un ala del equipo del presidente Trump parece no gustarle que estas altas disciplinas apliquen al propio Estados Unidos y quisiera que su país no fuere sujeto a arbitraje internacional o tuviere un costo abandonar el TLCAN.

Para Estados Unidos, el TLCAN sí es un acuerdo preferencial por los altos aranceles de NMF que tiene México en la OMC, en especial en el sector agropecuario. Al salirse perdería el acceso privilegiado a su segundo mercado, y en pocos años primero; daría ventaja a empresas europeas, japonesas y latinoamericanas que gozan de tratados con México. Dejaría a sus inversionistas sin acceso a arbitraje internacional. Perdería también la certeza de que las reformas mexicanas no puedan ser revertidas sin violar el TLCAN para con él.

Se pensaba que el tratado aseguraría la apertura mexicana; ahora, por la simetría, se verá si es suficientemente robusto para que Estados Unidos no se vuelva proteccionista.

El antídoto a Trump es asegurar a los mexicanos, inversionistas y mercados que México no va a regresar al proteccionismo y va a abrir aún más su economía independientemente de lo que haga Estados Unidos. La mejor manera de hacerlo es acelerar la implementación de las reformas estructurales, proponer una agenda aperturista en la revisión del TLCAN, ampliar la participación de países en la Alianza Pacífico y anunciar negociaciones con Europa (ya están en curso), Australia, Nueva Zelandia y potencialmente Brasil y Argentina. La única manera de convivir con Donald Trump es no depender de él para ser competitivos.

@eledece

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses