Estoy por cumplir un año como profesor de periodismo en la Universidad del Sur de California, algo que no hacía desde hace quince años, cuando me inventé un taller de producción de revistas para el Tec de Monterrey y, después, para la Iberoamericana. Ha sido una experiencia entrañable. La premisa es simple: tres equipos de cinco alumnos han seguido durante poco más de cuatro meses a tres familias de inmigrantes mexicanos en Los Ángeles. Han ido con ellos a la escuela, los han acompañado al trabajo, se han sentado a su mesa, han probado comida mexicana, han observado su ritual de mañana, han hurgado en sus recuerdos, han ojeado sus álbumes familiares, les han pedido revivir sus historias de migración, han compartido sus temores y, en un caso conmovedor, se han unido a la celebración de una boda muy mexicana (ver a cinco chicos estadounidenses seguir la fila que serpentea entre las mesas al ritmo del mariachi de verdad no tiene precio). Al final, los estudiantes deberán presentar tres pequeños documentales de quince minutos, retratos íntimos de la migración hispana.

Permítame el lector un breve recorrido.

La primera historia corresponde a la familia Alemán, un matrimonio de inmigrantes mexicanos en sus cincuenta y sus tres hijos, nacidos en Estados Unidos. El patriarca, Agustín, creció con un padre de muchos talentos, pero un alcoholismo abrumador. Entre la bruma de la copa logró enseñarle a su hijo el oficio ancestral de la familia: la panadería. Agustín emigró a Estados Unidos siendo adolescente, con la única intención de ayudarle a subsistir a su madre y sus hermanos, desamparado. Llevaba también un sueño: trabajar lo suficiente como para abrir, en el país adoptivo, una panadería como la que su padre había siempre deseado tener. En California conoció a Verónica, hija también de una familia fracturada (como tantísimas otras en México). Tuvieron tres hijos: Ángel, Alejandra y Abril. Agustín lleva décadas trabajando en una maquiladora de ropa en el centro de Los Ángeles, en la que ascendió poco a poco hasta el puesto de supervisor. Aprendió inglés y ahorró. Hace poco más de cinco años abrió la panadería de sus sueños, “Alejandra’s Bakery”, en honor a su madre. Los tres hijos de los Alemán han ido a la universidad. Ángel, el primero de todo su largo linaje mexicano, en hacerlo, se graduó de la prestigiada Cornell. Todos piensan ayudar a mantener con vida la panadería de su padre, símbolo de perseverancia y conquista.

Luis y Luz Canales tienen ocho hijas. Se fueron de México después de nacer su quinta niña. Luis explica que tomó la decisión porque temía que sus hijas tuvieran un destino parecido al de sus hermanas, que habían tenido que prostituirse para subsistir tras el abandono y abuso de sus maridos. Luis, en suma, quería evitarles a sus hijas matrimonios con hombres violentos y negligentes, asunto trágicamente común en las historias de inmigrantes. Los Canales emigraron con visas de turista, que se vencieron a los pocos meses. En Estados Unidos, Luz dio a ídem a otras tres mujeres. Hoy, Luis y Luz comparten techo con sus ocho hijas, cinco indocumentadas y tres ciudadanas. Las cinco Canales nacidas en México recibieron hace unos años la protección del DACA, el programa de amparo migratorio ideado por Barack Obama para proteger a jóvenes sin documentos. Las cinco DREAMers han podido conseguir trabajo para apoyar a su padre quien, desde las sombras migratorias, ha establecida una dignísima empresa de construcción de vivienda. Los Canales celebraron hace unos días el matrimonio de una de sus hijas. Mis alumnos bailaron en la boda sin parar de sonreír.

La última historia es, quizá, la más conmovedora. Cuenta la vida de Dalia, de 17 años, la hija mayor de César y Edelmira Carmona. Dalia llegó a Estados Unidos siendo muy pequeña y cumple con todos los requisitos para recibir el mismo amparo que ha ayudado a las hijas de Luis Canales. Todos, salvo uno: Dalia ingresó a Estados Unidos un par de meses después de la fecha límite del programa. En otras palabras, sesenta días la separan de la libertad plena de movimiento que le permitiría, entre otras cosas, ir a la escuela en Nueva York, donde quisiera dedicarse al baile y una licenciatura en estudios de género (se considera, a su edad, una feminista pura). Dalia es un ejemplo de responsabilidad y madurez. Desde niña ayuda con sus hermanos, compartiendo las labores de madre. Además de ser una estudiante notable, participa en el equipo de baile de su preparatoria (la Roosevelt, emblema del Los Ángeles hispano). También se da tiempo para guiar a otros jóvenes para evitar embarazos adolescentes. Aunque sabe de los obstáculos legales que enfrenta (sin documentos sería un riesgo incluso subirse a un avión para registrarse en la universidad de sus sueños en Nueva York) , Dalia tiene metas claras. Sus padres, que a veces han tenido que recurrir al reciclaje de latas de aluminio para sobrevivir, les juraron a mis estudiantes que harán hasta lo imposible por cumplir las ilusiones de su extraordinaria hija.

Aunque la intención de la clase nunca fue política –la sumamos al programa de estudios de la universidad cuando el ascenso de Donald Trump parecía muy poco probable– ahora es imposible mirar los tres proyectos del curso sin reflexionar sobre la importancia del periodismo comunitario como refutación del nativismo estadounidense de principios del 2017. Cada historia, a su manera, es un esclarecedor desmentido del prejuicio. Las historias que cuentan mis estudiantes son, sí, las del famoso sueño americano. Pero no solo eso. Son las de cualquier migración digna: la de mis abuelos polacos, la de la abuela italiana de mi esposa, la de los tatarabuelos españoles de alguno de mis lectores. La partida dolorosa de la patria original y la asimilación esforzada en la patria adoptiva. La conquista de una vida mejor para el migrante y para las generaciones siguientes. Dar a conocer cada una de esas historias es, en el fondo, el único antídoto para el nativismo que amenaza con perseguir a la gente buena que abrió las puertas de su casa a mis jóvenes periodistas.

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