“Quiero saber a qué olía, Ka-tie-ci-ta.”

Eso es lo que me hubiera dicho/ordenado Jacobo Zabludovsky si supiera que iba a escribir de su funeral. Me lo decía siempre cada vez que nos encontrábamos en algún evento del que iba a escribir una crónica.

Así lo intentaré hacer. Ya no lo leerás, Jacobo, pero hoy quiero contarte a qué olía tu funeral. Olía a perfume de mujeres y un poco a sudor, porque éramos muchos los familiares y amigos que estaban en el pequeño templo del Panteón Israelí. Tu funeral sabía a negro, al color que siempre usaste en tu corbata y que hoy usamos muchos en nuestras vestimentas, y a nublado.

Hacía el final, a las 13:30 (¡Todo pasa de 1 a 3!, dirías socarronamente tú) sabía a tierra mojada. Sabía un poco a sal porque las lágrimas cálidas de tus deudos se diluyeron con la lluvia. El agua que goteaba por el rostro se confundía.

Los truenos comenzaron a caer a las 12: 58 horas, anunciando la tormenta, justo cuando comenzó la pequeña ceremonia religiosa que co-oficiaron 4 rabinos.

Sarita tenía sus ojos azules delineados, su boca pintada de rojo. Me contó con una sonrisa y orgullo que tú moriste como siempre quisiste vivir. Apenas hace 3 semanas estabas de reportero en Cuba; el 22 de junio fuiste a hacer tu programa, viste a tu bisnieta... ya después entraste al hospital. Recordó que acabábamos de hablar el martes.

Estabas recuperándote, pero te dio un derrame cerebral.

Tú mejor que nadie conoces a Sarita, la mujer, socia y amiga (así la describías) con la que el 14 de agosto hubieras cumplido 61 años de matrimonio. Estaba fuerte; o eso aparentaba. Pero cuando el rabino se acercó a rasgarle sus vestiduras (que hizo con la asistencia de tu nuera para no tocarla), ella cerró los ojos y oprimió sus labios uno contra otro. Fue un gesto que duró segundos, pero me pareció que la blusa negra que vestía y que cortaron era una extensión de su piel.

Tus nietos se abrazaban entre ellos, como un team back con los brazos. Ni qué decir de su tristeza. Diana, tu hija, no se quitó los lentes; Jorge vistió de camisa blanca; Abraham, muy serio, usó una kipá amarilla.

“La música de la vida de Jacobo terminó, pero su melodía se queda con nosotros”, dijo uno de los rabinos al hablar sobre ti. Citó lo que su conserje dijo esa mañana sobre ti, sobre tu sencillez. Te hubiera gustado: valorabas eso, la opinión de gente común. Por eso entrevistaste a taxistas. Las críticas sobre ti también las leías todas.

Tu ataúd, a la manera judía, era de sencilla madera y estaba cubierto con una tela negra con una estrella de David bordada en tonos dorados, plateados y azules.

No dejo de pensar que fue justo en este panteón donde comenzó a germinar, el inesperado 30 de marzo de 2000, una de las decisiones más importantes de tu vida: renunciar a Televisa, donde habías trabajado desde 1945. Fuiste a un entierro de un amigo de la familia como a las 12; hablaste ahí con Abraham, quien te reiteró su decisión de renunciar al no haber sido elegido como titular del noticiario estelar. En estas veredas caminaste con él y pensaste por primera vez renunciar también, por él. Por verlo a los ojos, sin reproche, siempre. La decisión la anunciarías a las 5 de la tarde en la oficina de Emilio Azcárraga, junto a Bernardo Gómez; la reiterarías al entonces presidente, Ernesto Zedillo, más tarde, quien también intentó disuadirte.

Aunque te dolió mucho dejar Televisa, nunca dudaste de la decisión. Pese a que ofertas te llovieron, tardaste en regresar a los medios. También tenías miedo, confesaste, a sufrir el peor de los fracasos: la indiferencia. Al iniciar De Una a Tres, tu noticiario de radio, descubriste lo que luego llamaste la mejor etapa profesional de tu vida. Y quizá también personal: la decisión unió a su familia.

En ese programa te costó trabajo vencer la autocensura, pero luego descubriste el gozo de la libertad, que describías como la oportunidad de “decir no”. Y ladraste todas las veces que quisiste.

Lo del ladrido hay que explicarlo. Lo contaste alguna vez como una fábula, así:

—Estaba el muro de Berlín y el perro de la Alemania comunista se salta a la Alemania capitalista. El perro de la Alemania capitalista le dice: “Oye, ¿y por qué te saltaste? Allá tienes todos los días un hueso, un veterinario, pensión vitalicia, psiquiatra para perros”. El perro contesta: “Porque de vez en cuanto quiero ladrar”.

También te pregunté a qué olía (eso de los olores te gustaba):

—La libertad huele a horizonte.

La calle de Sur 144, donde está el Panteón Israelí, ayer fue cerrada por una motocicleta. Había tantos medios esperando fuera del pequeño templo que hubo un pequeño enfrentamiento.

Fue difícil salir y hubo empujones porque todos querían tomar una placa; algunos se acercaron a quererle sacar una declaración a Sarita y ella se molestó mucho. Pidió respeto. Amigos y familiares comenzaron a gritar: “Fuera, fuera”. Alguien del panteón incluso amenazó a gritos a un par de reporteros gráficos con llamar a una patrulla si no salían. Lo hicieron a regañadientes.

Creo que tú lo hubieras entendido. Le pediste a Talina Fernández que entrara a la sala donde operaban a Luis Donaldo Colosio para ver si estaba vivo. Adrenalina de reportero. Sólo que ahora tú eras la nota.

Para la 1:30 todo había acabado: tu ataúd estaba en la tierra y un apenas montículo tenía un letrero de madera que decía: “Jacob Ben David (Jacobo, hijo de David) Jacobo Zabludovksy. 87 años-15Tamuz-2Jul.2015”.

La pequeña pléyade de paraguas en torno a tu tumba comenzó a dispersarse lentamente. Sarita, tus hijos y nietos, caminaron un poco más allá y siguieron recibiendo pésames.

Llegó Silvia Lemus, quien fue esposa de Carlos Fuentes. También Miguel Ángel Osorio Chong y Angélica Rivera (quienes llegaron tarde al rezo en el templo y tu familia no los esperó). Rivera le dio a Sarita las condolencias a nombre, también, de su esposo, recién operado. Sarita le recomendó que se cuidara.

—Pero no me hace caso —se quejó la primera dama.

Algo dijo Emilio Gamboa a Sarita que la hizo sonreír.

También estuvieron Emilio Azcárraga, quien estaba sentado junto a María Victoria; tus jefes y amigos Juan Francisco Ealy Ortiz y Pancho Aguirre, con sus esposas, Perla y Evelyn. El Joven Murrieta. Juan Ramón de la Fuente, por quien dijiste públicamente que votarías, aunque no estaba en la boleta, en el 2006. César Costa.

Algunos que no fueron, mandaron coronas, como Miguel Alemán Velasco, con quien transmitiste la llegada del Hombre a la Luna, aunque su hijo sí fue. Te reirías al saber quién fue el último en llegar cuando todos se habían ido y cargando una gran corona de flores: nada menos que Juanito, ese personaje que ganó Iztapalapa en 2009 gracias a Andrés Manuel López Obrador.

Ayer fuiste trending topic en Twitter, esa red social a la que nunca quisiste entrar por más que te insistimos varios y cuya cuenta apócrifa, @JcbZabludovksy, que tiene más de 181 mil seguidores, nunca quisiste denunciar por falsa, y ayer leí que varios medios la daban por “oficial”. Argumentaste para no entrar a Twitter que te daba flojera, pero también que tenías miedo que te gustara porque ya habían bastantes cosas que amabas hacer. Yo creo que, la verdad, ni querías. Además, llevabas pocos años de escribir tú mismo, en la computadora, una Apple, tu columna, Bucareli. Antes la dictabas o la escribías en una máquina mecánica y la revisabas muchas veces antes de entregarla.

Lograste que dos políticos enfrentados lamentaran a la par tu muerte: Andrés Manuel López Obrador y Enrique Peña Nieto. Beatriz Pagés tuiteó: “Querido Jacobo, mi padre, José Pagés Llergo y usted vuelven a estar juntos”. Era al periodista mexicano al que reconocías como un maestro.

Parece que hubieras elegido el día de tu muerte para coincidir con una fecha periodísticamente importante: el 2 de julio. Hace 15 años en México ganó Vicente Fox la Presidencia tras 70 años de priísmo que te tocó vivir —sufrir y gozar— de cerca. ¡Ojalá tu familia quiera publicar tus memorias, que llevan tanto tiempo escritas!

Tu tumba está entrando a la izquierda, una izquierda en la que creíste de joven (en contraposición al nazismo) y con la que habías vuelto a simpatizar de otra manera en estos últimos años, aunque siempre rehusaste que te etiquetaran. Está en el lote 64, frente a la tumba de tu querida hermana Elena, frente a un alto ciprés que ayer, con el aire, danzaba despacio.

katia.katinka@gmail.com
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