O el arte de mentir en la política, como lo sugería en su portada la revista The Economist hace unas semanas. Y aunque en realidad esto no debería de sorprendernos, parece que ha alcanzado dimensiones preocupantes. Bertrand Russell, uno de los filósofos más influyentes del Siglo XX, activista social, lo había sentenciado contundente: “el afán de poder es la más violenta de las pasiones humanas”. Le asistía la razón. Claro está, que el poder no se limita al poder político, pero es del que hoy nos ocuparemos, así sea brevemente, motivados por el resultado de las recientes consultas plebiscitarias en el Reino Unido y Colombia, por el proceso electoral norteamericano que está en puerta, y por lo que pudiera ofrecerse.

La gente admira y teme al poderoso. Maquiavelo se preguntaba qué es mejor para el gobernante, ser amado o ser temido “porque los hombres aman según su voluntad, y temen según la voluntad del príncipe”. En todo caso, son dos grandes resortes que mueven nuestra conducta y son capaces de cambiar nuestras vidas. Hay un impulso emocional a identificarse con el poder, con la fuerza. Produce en muchos una sensación de seguridad. Quizá eso explique por qué, en un momento determinado, tantos son capaces de someterse ante tan pocos. El miedo a la libertad, habría dicho Erich Fromm, el destacado psicólogo social que fuera profesor de la UNAM. El hecho es que mediante procesos falazmente manipulados, aunque legalmente democráticos, se reorientó el rumbo de dos países en direcciones inesperadas, acaso irracionales: la victoria del Brexit en el Reino Unido y el no a los tratados de paz en Colombia, representan el triunfo de la mentira y del populismo.

Parecer haber un hilo que entrelaza a los carismáticos líderes responsables de la compleja trama: Boris Johnson (Canciller británico) y Álvaro Uribe (Expresidente colombiano). Ambos son conservadores y populistas pero, sobre todo, mentirosos. Por eso se les asocia también con Donald Trump, faltaba más, si este es una auténtica máquina de producir mentiras.

Es menos probable que Trump se salga con la suya, más ahora que se agregan a sus atributos el desprecio a la dignidad de las mujeres y la evasión de impuestos. Pero además porque lo suyo no será un referéndum sino una elección, democrática pero indirecta. Trump y Johnson son un par de bufones. No así Uribe, populista y vanidoso, que reactivó el odio y el rencor hacia las FARC (justificados sin duda, por las miles de víctimas que dejó la guerra), equiparó al Presidente Santos con Hugo Chávez y aterró a un amplio sector de la población, bajo el supuesto de que Colombia seguiría la ruta de Venezuela y de Cuba, ya que, de ratificarse los acuerdos suscritos, Timochenko, el jefe máximo de la guerrilla, sería el próximo presidente del país.

A diferencia del Reino Unido, donde votó el 72% de la población, en Colombia votó sólo el 37%. Ese es uno de los grandes riesgos de los plebiscitos: el abstencionismo. Con una tasa de abstención tan alta (dos de cada tres colombianos que podían hacerlo, no votaron), ¿qué tan representativo es ese resultado?

Jorge Carpizo, que había estudiado con rigor el tema, como tantos otros, tenía grandes reservas en relación al referéndum y a la consulta plebiscitaria. Lo platicamos muchas veces. Sus argumentos eran contundentes: había que usarlos sólo en condiciones muy específicas. Es un instrumento muy riesgoso, sostenía, les encanta a los regímenes autoritarios y populistas, combinación que, por cierto, es frecuente. Estas últimas experiencias, en Colombia y Reino Unido, le dan plenamente la razón. No es solamente la abstención, independientemente del motivo (temor, exceso de confianza, conveniencia coyuntural, etc.), sino la manipulación, el engaño, y ya no digamos las motivaciones más profundas, algunas quizá inconscientes. Juntas, nos pueden llevar a tomar decisiones colectivas equivocadas, aunque sean legales y democráticamente válidas.

En el Reino Unido las distorsiones fueron mayúsculas. Se magnificó el monto que supuestamente les costaba a los británicos seguir afiliados a la Unión Europea, se habló de cientos de millones de libras por semana; se explotó la vena xenófoba de los ingleses —que la tienen— y se aterró a la población con los cientos de miles de migrantes, sobre todo turcos, que supuestamente invadirían la isla en los siguientes años si seguían abiertos los flujos migratorios. Como era de esperarse, a la libra esterlina ya le sentó mal el resultado de la votación. Llegó a su nivel más bajo desde hace 30 años.

Lo paradójico es que ni David Cameron, a la sazón Primer Ministro británico, ni el Presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, estaban legalmente obligados a convocar a un plebiscito. Cierto, ambos habrían dicho que lo harían, ante la presión de los sectores más conservadores de sus respectivos países. Cumplieron su palabra, lo cual los honra, pero perdieron el apoyo popular que los había llevado al poder. Cameron renunció, como es habitual ante a este tipo de contingencias en los regímenes parlamentarios, pero no es el caso de Santos. El Premio Nobel de la Paz que merecidamente le han otorgado, le viene como anillo al dedo. Es un gran estadista. Ha sido capaz de mantener los acuerdos, que se lograron después de 4 años de negociaciones, y apaciguar, por lo pronto, el temor de que se reinicie la guerra que lleva ya más de 50 años. Ha logrado un gran apoyo en la comunidad internacional. Qué bien manejada estuvo su estrategia diplomática. Me consta. He tenido la oportunidad de formar parte de un grupo de “amigos por la paz en Colombia”(los hay en varios países) lo cual me permitió seguir de cerca el proceso. Conozco personalmente al Presidente Santos y confío en que volverá a fortalecerse. Pero el descalabro no fue menor.

De todos los mencionados, y quien más ha mostrado el peso de la mentira en la política de nuestros días (la política escénica hueca por completo de contenidos, sustentada en el cinismo y la locuacidad, a pesar de que lo confronten una y otra vez con los hechos reales), es el inefable Donald. Su vulgar demagogia supera, en mi opinión, a la de Berlusconi, que ya es mucho decir.

Pero no se trata tan sólo de una feria de vanidades, que en buena medida lo ha sido, sino de algo más grave: el desprestigio de la política, el repliegue del ciudadano a su vida privada. ¿Será también el ocaso de la liturgia electoral? La participación ciudadana en los procesos electorales, en casi todo el mundo, muestra una tendencia general a la baja. ¿Qué tanto influye en ello la telaraña de las redes sociales en las que cada vez ocupamos más nuestro tiempo? En Colombia, por ejemplo, los acuerdos de paz tuvieron muchos likes. De hecho en las redes sociales ganó el sí, como oportunamente lo señaló EL UNIVERSAL (04/10). Sin embargo, de nada sirvió.

Me parece que en los tiempos que corren, todo lo que se presente como antisistema, incluida la abstención, tiene posibilidades de volverse una postura mayoritaria, aunque no sea lo más racional. Tampoco lo es siempre la pasión por el poder. Cómo se consigue este, cómo se mantiene y cómo se pierde, seguirán siendo temas favoritos de la economía, de la ciencia política y de la psicología social. En los sucesos referidos ganaron quienes usaron con audacia la mentira, persuadieron a la mayoría de quienes acudieron a las urnas y se legitimaron mediante un instrumento supuestamente democrático. Por donde se vea, una mala señal.

Presidente del Consejo del Aspen Institute en México

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