En alguna iglesia de Roma, resguardando una capilla, hay un cancel, en cuyo herraje negro puede descubrirse una mosca de metal. Se conjetura que se trata de la firma subrepticia del artesano. “Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas”, sostiene Augusto Monterroso en el primer texto de Movimiento perpetuo. “Desde que el hombre existe, ese sentimiento, ese temor, esas presencias lo han acompañado siempre”. Considera que las moscas son castigadoras. “Son las vengadoras de no sabemos qué; pero tu sabes que alguna vez te han perseguido y, en cuanto lo sabes, que te perseguirán siempre. Ellas vigilan. Son las vicarias de alguien innombrable, buenísimo o maligno. Te exigen. Te siguen. Te observan. Cuando finalmente mueras es probable, y triste, que baste una mosca para llevar quién puede decir a dónde tu pobre alma distraida. Las moscas transportan, heredándose infinitamente la carga, las almas de nuestros muertos, de nuestros antepasados, que así continúan cerca de nosotros, acompañándonos, empeñados en protegernos. Nuestras pequeñas almas transmigran a través de ellas y ellas acumulan sabiduría y conocen todo lo que nosotros no nos atrevemos a conocer. Quizá el último transmisor de nuestra cultura occidental sea el cuerpo de esa mosca, que ha venido reproduciéndose sin enriquecerse a lo largo de los siglos”.

Aunque sus alumnos lo respetaban y le guardaban afecto, por lo que no le habían impuesto ningún sobrenombre, entre los naturalistas, cuyo trato rehuía, Jean-Henri Fabre era conocido como la Mosca.

Fabre creía que “en la ignorancia puede haber algo bueno; lejos de los caminos frecuentados se encuentra lo nuevo”. Confesaba que durante mucho tiempo lo dominó un deseo, “fugaz siempre en la nebulosidad del porvenir”: deseaba un pedazo de tierra. No muy grande, “pero cercado y sustraído a los inconvenientes de la vía pública; un pedazo de tierra abandonada, estéril, tostada por el sol, favorable a los cardos y a los himenópteros. Allí, sin temor a ser inquietado por los transeúntes, podría interrogar a la amófila y al esfego, y participar en ese difícil coloquio en el cual la pregunta y la respuesta tienen por lenguaje la experimentación”. Finalmente lo halló a ocho kilómetros de Orange, a cientos de metros del caserío de Seriñán, en el sur de Francia; era un harmas. “Con ese nombre se designa por aquí a una porción inculta, llena de guijarros, abandonada a la vegetación del tomillo. Es demasiado magra para recompensar el trabajo del arado. El carnero pasa por allí en primavera cuando por casualidad ha llovido y brota un poco de hierba”. Allí no dejó de descubrir y examinar un universo fascinante en el que un antidio rae el tallo de una centaura solsticial para juntar una bola de algodón que transporta en sus mandíbulas para hacer saquillos debajo de la tierra en los que guardará la provisión de miel y el huevecillo, los megaquílidos que se dedican a la libación entre los cardos, una osmia que hace sus celdillas en la rampa espiral de la concha vacía de un caracol, amófilas en busca de alguna oruga, pompilos a la caza de arañas.

Fabre lamentaba que los laboratorios estuvieran hechos con frecuencia de microscopios e instrumentos para disecar animales. “¿Hasta cuándo”, se preguntaba, “un laboratorio de entomología en el que se estudiaran , no insectos muertos, macerados en alcoholes, sino los insectos en vida, un laboratorio cuyos objetos sean el instinto, las costumbres, la manera de vivir, los trabajos, las luchas, la propagación de ese mundillo con el que la agricultura y la filosofía tienen que contar muy seriamente”. Consideraba asimismo que “la ciencia de los libros es un recurso mediocre en los problemas de la vida; a la rica biblioteca es preferible aquí el coloquio asiduo con los hechos. En muchos casos es excelente ignorar; el espíritu conserva su libertad de investigación y no se extravía en veredas sin salida, sugeridas por la lectura”. Sin embargo, paradójicamente, no dejó de escribir libros que refieren las historias de sus observaciones y que no han dejado de convertirse en un oráculo que frecuentan no sólo naturalistas, sino también los lectores simples. El Colegio Nacional publicó el año pasado una reedición de la antología de sus Recuerdos entomológicos hecha por Manuel Martínez Báez y revisada por un editor ya legendario: Antonio Bolívar.

A pesar de que el insecto crea incesantemente universos asombrosos, de que concibe construcciones prodigiosas, de que se rige por sistemas admirables como el de las abejas o el de las hormigas, de que representa distintas formas de perfección, de que puede importar un ejemplo teológico de la creación, el ser humano suele profesarle miedo. Creo recordar que, de niña, Norah Borges le tenía terror a las moscas; no a que su piquete pudiera contagiarle una enfermedad como el paludismo, el dengue, el chikungunya o el zika, sino a su sola presencia, y que su hermano lo consideraba una superstición francesa. Algunos supuestos monstruos cinematográficos parecen insectos gigantes. Ese temor ha inducido al ser humano a combatir al insecto incluso con armas químicas, demostrando no sólo su miseria intelectual. A diferencia de una niña a la que recordaba Jules Michelet en El insecto, no comprende “las razones de la Providencia. Ausente el hombre, los insectos deben tomar un lugar para que todo pase al gran crisol y se renueve o se purifique”

Quizá después del Apocalipsis vuelvan las moscas.

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