En cada letra puede haber un misterio. Suetonio recuerda que Claudio Druso “inventó tres letras que creía muy necesarias y que quiso añadir al alfabeto. Sobre este asunto había publicado un libro antes de ser emperador; y cuando lo fue, no encontró grandes dificultades para que se adoptase el uso de estas letras, que se encuentran en la mayor parte de los libros, actas públicas e inscripciones de aquella época”. Hugo Hiriart considera que “la o es símbolo de dos cosas espectaculares: el cero y la duda”, y don Ramón del Valle Inclán sostenía que había decidido venir a México porque se escribe con x. Entre muchas otras cosas, los cabalistas saben que la sola inscripción de una letra puede ser determinante y que su combinación puede resultar atroz.

Elias Canetti confesaba que había aprendido a oír con Karl Kraus, sostenía que desde que lo oyó, no había podido dejar de oír. “Empecé con las voces de la ciudad”, escribió en 1965 en “Karl Kraus, escuela de resistencia”, uno de los textos que reunió en La conciencia de las palabras, “con las exclamaciones, los gritos y las deformaciones verbales que captaba casualmente a mi alrededor, sobre todo con lo que era falso e inoportuno. Pues todo esto era a la vez terrible y divertido, y la vinculación de estas dos esferas me ha resultado desde entonces totalmente natural. Gracias a él comencé a entender que cada ser humano posee una fisonomía lingüística que lo diferencia de todos los demás. Comprendí que los hombres se hablan unos a otros, pero no se entienden; que sus palabras son golpes que rebotan contra las palabras de los demás; que no hay ilusión más grande que el convencimiento de que el lenguaje es un medio de comunicación entre los hombres. Hablamos con alguien, pero de forma que no nos entienda. Seguimos hablando, y el otro entiende aún menos. Gritamos, él nos devuelve el grito, y la exclamación, que en el ámbito de la gramática lleva una vida miserable, se apodera del lenguaje”.

Había descubierto asimismo que esas palabras que resultan incomprensibles, “que tienen un efecto aislante y crean una especie de fisonomía acústica, no son raras o novedosas ni han sido inventadas por esas criaturas atentas a su singularidad: son las palabras que la gente utiliza con más frecuencia, frases conocidísimas y repetidas cientos de miles de veces; y de ellas, justamente de ellas se sirven para manifestar su terquedad”.

Advertía finalmente que “la deformación del lenguaje conduce al caos de las figuras diferenciadas”. Como Karl Kraus, era un hombre extremadamente sensible a los abusos del lenguaje y sabía que la corrupción del idioma importaba más que un signo aciago.

Suele creerse que se eligen las palabras y las formas queridas, aunque la lengua nos ha sido dada y acaso desde la infancia, como una iniciación, se adoptan ciertas expresiones para crear un universo íntimo, para merecer ciertas amistades, ciertas compañías, ser miembros de una pandilla en la que todos hablan igual. También se descubren las “palabras prohibidas”, aquellas que se evitan en la mesa familiar, aunque todos las conocen. Sin embargo, se advierte asimismo que entre aquellos amigos que frecuentamos existen otras palabras que no deben pronunciarse porque, por ejemplo, pueden considerarse cursis, ridículas o “impropias”.

Como las modas, quizá cada época crea sus palabras prohibidas. Ciertas buenas conciencias, en no pocas ocasiones congregadas en sucesivas Ligas de la Decencia, que cambian oportunamente de nombre, suelen dedicarse a ello y pueden descubrir que el nombre de un color –o un no color, según la teoría de los colores- o el de un oficio pueden volverse “denigrantes”, por lo que, en contra de la naturaleza del lenguaje, pretenden sustituirlos con denominaciones artificiales que no pocas veces resultan imposturas equívocas. Como ciertos hacedores compulsivos de leyes, parecen creer que con ello se eliminan ciertas prácticas siniestras que no han dejado de profesar políticos de todos los continentes y que la historia ha demostrado que pueden deparar desenlaces atroces. A veces, intentan interferir en la gramática, que sólo se ha propuesto describir los idiomas que los seres humanos no dejan de crear cotidianamente. Uno de sus recursos más comunes consiste en el eufemismo, como si atemperando la palabra que nombra un mal, se le conjurara. Quizá por eso, suele decirse que se “durmió” a un gato o a un perro cuando algún veterinario le inyectó una sustancia letal no siempre para evitarle sufrimientos dolorosos.

Los tiranos suelen temerle a la palabra y
quizá anhelan que todo se reduzca a la expresión “güey”.

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