Aunque consideraba que era más peligrosa que las relaciones con la diabetes, el alcohol y las mujeres, la literatura era natural en Eusebio Ruvalcaba. Su escritura ocurre como esos pensamientos incesantes y minuciosos que nos habitan inexorablemente, como una conversación circunstancial, como las ideas errantes que propicia el alcohol, como el placer de beber solitariamente, como las evocaciones simples, como la inagotable melomanía.

No parece extraño que, a pesar de haber es crito novelas, cuentos y poemas observando los principios de cada forma literaria, haya creado un género personal, entre el ensayo, el artículo, el comentario melómano, el aforismo, el cuaderno de notas, la lista de obras queridas, en el que se le puede reconocer; era como escribía, leerlo es como platicar con él. Sin embargo, no basta ahora que ha muerto, el martes 7 de febrero, a los 65 años de edad, en el Valle de Anáhuac.

Sin proponérselo, Eusebio Ruvalcaba practicaba la bonhomía sin afectaciones. Era afable y generoso, de maneras suaves y trato fácil y reconfortante, que en algo procedía de sus orígenes jaliscienses. Devoto de la Generala, la Virgen de Zapopan, le gustaba rememorar Guadalajara incluso cuando estaba en Guadalajara y Yahualica, donde nació su padre y que derivaba inevitablemente en el nombre de Agustín Yáñez y sus admirables textos sobre Jalisco y su novela Al filo del agua. Cultivaba compulsivamente la superstición de la amistad, que volvía inmediata y perdurable, y que manifestaba en su escritura, que importaba otra forma de la amistad, como lo creía Robert Louis Stevenson. Sus textos suelen estar dedicados a amigos varios, a algunos de los cuales retrató en un libro de sonetos.

Conocía el valor de una dedicatoria. La música también le deparaba ejemplos de ello como lo escribió en la historia de Ludwig van Beethoven, que se sobrepuso a sí mismo para visitar al barón de Stutterheim, “acostumbrado a la adulación”, para pedirle que intercediera para que su sobrino Karl Beethoven fuera aceptado en el ejército imperial austrohúngaro. El barón se negó despectivamente, por lo que Beethoven tuvo que ofrecerle que le pagaría el favor. Casi ofendido, el barón le respondió por escrito, porque Beethoven era sordo, con letra nerviosa: “¿Qué riqueza podría usted ofrecerme que no represente un insulto para mí?” Beethoven repuso enérgicamente, como acostumbraba, que le podía dar lo que nadie podía darle: dedicarle una de sus obras.

También imaginó a Johannes Brahms comprendiendo que el único tributo que podía atreverle a una hermosa desconocida a la que había admirado fugazmente en el Stadtpark de Viena, era dedicarle algo de su música.

A pesar de que advertía que “hay que evitar al máximo beber con un hombre que anteponga la violencia o la ironía a la amistad; o que se asuma como el centro del universo”, Eusebio Ruvalcaba sabía que el alcohol puede propiciar encuentros venturosos, y puede ser una forma de cultivar la conversación y la amistad. En su casa de Tlalpan, solía descorchar una botella de vino como más que un símbolo de hospitalidad y le preguntaba al invitado qué quería oír. En anaqueles y grandes cajones guardaba una discoteca prodigiosa en la que abundaban Brahms, Beethoven, Mozart, Heifetz, Oistrakh. En un sillón de la sala, había una fotografía enmarcada de Silvestre Revueltas, “un hombre avejentado de 38 años”, señalaba. Con frecuencia, ese retrato lo acompañaba en sus travesías consuetudinarias por diversas cantinas: La Jalisciense en Tlalpan, La Invencible y La Providencia en San Ángel, la Buenos Aires en el centro del otrora Distrito Federal, entre otras. A veces, prendía una pequeña grabadora para oír música: Bach, Debussy, Schumann, Alban Berg, sin importarle la procacidad de la cantina, su suciedad o que un trío perpetrara canciones yucatecas o corridos norteños. No siempre necesitaba de un amigo para beber.

En una vitrina, en su casa, atesoraba el violín de su padre, Higinio Ruvalcaba, primer violín del cuarteto Lener, del cual a veces se habla como una complicidad de iniciados, a veces como una evocación no siempre imaginaria, a veces como algo más que un nombre en la historia de la música en México. De niño, tocaba el violín a la zurda en un mariachi en San Pedro Tlaquepaque. Su afición al box le había deparado una ceguera parcial en el ojo derecho y la inmovilidad permanente del dedo cordial izquierdo. Se había creado una técnica intuitiva y sus cadencias resultaban asombrosas. Lamentablemente, muchas de ellas se han perdido. Con rigor, pero sin prescindir del afecto y la admiración, Eusebio Ruvalcaba editó un libro conmovedor sobre su padre, que es asimismo el de la historia de amor de sus padres, conformada inexorablemente por la música, no sólo porque su madre, Carmela Castillo Betancourt, era pianista. Su bonhomía lo conducía a la comprensión y la solidaridad, a no ocultar sus afectos, aunque sabía que “no hay nada que atraiga más a un escritor que la desdicha humana”.

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