Los mundos que creó Phillip K. hace más de 50 años, en los que son frecuentes los encuentros sexuales entre hombres y máquinas (esos Rosse Buurt futuristas que imaginaba el autor de ciencia ficción), son una obsesión moderna, una parafilia del siglo XXI. Acabo de ver una reseña de películas de Sci Fi (un poco como antecedente para ver la serie West World) en uno de los pocos canales culturales de los que disponemos, queda patente esa obsesión recurrente en el mundo del cine. Obsesión que no tuvo porque no calentar la mente y túnicas de Herón de Alejandría, Da Vinci, o (dice el mito) de René Descartes, expertos en autómatas. Y me vienen a la mente referencias clásicas como Sleeper (1973) de Woody Allen (director más sexual imposible) y su Orgasmatrón, intrincada máquina que da placer a los humanos frígidos del futuro; Sleeper es una sátira, sí, y aún en ese tenor parecería que el Orgasmatrón cumplía una función poco cómica y hasta, digamos, terapéutica. Blade Runner y sus relaciones entre humanos y robots son en cierto sentido más patéticas que las de la creación de Allen, un fetiche.

Pero estos fetiches, de los que tenemos referencias innumerables en la ciencia ficción (los mencionados más Barbarella, Her, I.KU. o Ex machina, por sumar ejemplos) impactan cada vez menos cuando son traídos a la realidad. Esas cacotopías tienen potenciales también utópicos; hay quien se ha planteado que el sexo con máquinas (y el acceso más público a ello) podría reducir, si no erradicar, grandes males que nos azotan; el más obvio: la erradicación de las enfermedades sexuales; y de ahí a la explotación y trata de personas, hasta algunas aberraciones como la pedofilia y, si nos ponemos espléndidos, hasta temas como la infidelidad. La utopía señores.

El sexo con máquinas puede parecernos “friki”, pero la realidad es que hay un componente psicológico (ayudado por la apariencia antropomórfica que pudiera tener una máquina) que no cierra del todo las puertas, es más, muchos han salido de ese closet tecnológico: Lilly, mujer francesa y su robot InMoovator; o la tercera edición este año del Congreso Internacional de Amor y Sexo con Robots (http://loveandsexwithrobots.org/ por si tiene curiosidad) que se lleva a cabo en Londres. Pero como no todo el mundo está dispuesto a manifestar públicamente sus parafilias con androides, Softbank, compañía japonés responsable de la distribución del robot doméstico Pepper (cuesta poco menos de 2 mil dólares), obliga a los compradores a firmar un acuerdo en el que se comprometen a no cometer actos sexuales con este autómata que, dicen, es capaz de leer emociones humanas; si se rompe el acuerdo por parte del comprador, este podría ser sancionado legalmente. Actitud que, aun cuando la tecnología está en pañales, empieza a preocupar a más de uno; está actitud moral de Softbank la replica el Centro para la Informática y la Responsabilidad Social de la Universidad De Montfort en Leicester, que tiene una campaña, desde ya, contra los robots sexuales.

IBM, Google, Apple, Facebook y demás aseguran que la inteligencia artificial capaz de llevar la fantasía a niveles de Blade Runner está por lo menos a 30 años de distancia, mucho para quien espera, poco para quien teme que llegue el día.

@Lacevos

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