Los restos de los santitos solían venerarse en fastuosos altares, en pomposos ataúdes o relicarios, y los de las “personas ilustres” en panteones seculares y rotondas patrióticas. Claro, la noción misma de “persona ilustre” ya se emplea poco, si no es que ha sido sumariamente deconstruida por atentar contra la igualdad. En los países tenazmente democráticos los líderes difuntos son embalsamados y exhibidos para que su defunción sea inmortal, hagan patria y edifiquen el civismo ciudadano.

¿Qué hicieron los líderes cubanos con los restos del Fidel eterno? No se sabe. El estrepitoso cadáver de Hugo Chávez “reposa” en un sepulcro de mármol sobre una base linda en forma de florcita. El combativo cuerpo del camarada Lenin, que lleva 145 años en calidad de fiambre, está mejor que nunca, inclusive que cuando estaba vivo, según un consultable artículo del Scientific American. La momia de Mao Zedong, señor que ascendió a cadáveres a millones de sus compatriotas, está delicadamente acostadita en una caja de cristal de cuarzo (no cualquier pinche cristal) en la revolucionaria Plaza Tiananmen.

En 2017, la moda es que los restos de algunas “personas ilustres” comiencen a vivir cuando se mueren. Son occisos con multipass para Caronte, despojos que resucitan con tecnología de punta y obran en consecuencia. En nombre del arte, los restos del arquitecto Luis Barragán fueron metamorfoseados en un anillito bastante churumbel. Y la semana pasada se supo de una dama que consiguió que un juez español ordenase la exhumación de los restos de Salvador Dalí para someterlos al rigor del DNA y demostrar que fue su padre.

Lamentablemente, contra lo que esperábamos algunos, la exhumación no fue una obra de arte, ni siquiera conceptual; por desgracia, los forenses no encontraron en el ataúd del tenaz catalán, en vez de huesos, una alcachofa fresca o un oso hormiguero. Ya ni en el surrealismo se puede confiar.

Supongo que a Dalí le habría encantado agregar constancia oficial de zombie a la larga lista de sus logros, y que se habría sentido muy ufano al ver su osamenta convertida en noticia paranoica y crítica. Y supongo que aquel anagrama que le asestó André Breton al convertir su nombre en “Avida Dollars” anticipa que la dama es en efecto su hija. La voz dormida del DNA no sólo acabaría, de ser positiva, con la incertidumbre de su origen sino que la proclamaría adecuadamente millonaria.

El lado sombrío es saber que nuevamente habría DNA de Dalí haciendo de las suyas. Uno habría preferido que se cancelase para siempre. Encuentro satisfactorias algunas de sus pinturas (nadie pinto en el XX tan perfectas nalgas femeninas, tan cremosas y neumáticas) y también sus títulos, como uno que memoricé más que la pintura: Salvador Dalí a la edad de cuatro años, cuando creía que era una niña, levantando cuidadosamente la piel del mar para ver a un perro dormido a su sombra. Títulos así agregan plusvalía en tiempos en que las obras de arte se llaman “Espectoración 4”.

También me gustan sus libros. Su Vida secreta (1942) es la mejor autobiografía escrita por un español (aunque la escribió en francés). Comienza así: “Afortunadamente no soy uno de esos seres que, cuando sonríen, tienen la aptitud de mostrar en sus dientes restos de espinada degradante.” Su Diario de un genio (1964) no se queda atrás, metáforas crispantes, reflexiones profundas y fenómenos inauditos, por ejemplo: “Día 29: A causa de un pedo que me eché al despertar, prolongado, pero realmente muy prolongado y, seamos francos, sumamente melodioso, recordé a Michel de Montaigne”.

Un capítulo de la Vida secreta me viene a la mente por este embrollo de la plausible hija deneanata. Se trata de las acuciosas memorias de los meses que Dalí pasó en el útero “divino y paradisiaco, color infierno, rojo, anaranjado, amarillo y azulino”; un útero “inmóvil, tibio, simétrico, doble y pegajoso” en el que fue enormemente feliz. Y ahí, flotando en ese paraíso, encantado con la observación del amniótico espectáculo, fue que Dalí tuvo la “más espléndida y la más asombrosa visión”, que es la que levemente se cruza con esto de buscarle tres pies al DNA.

Y lo que miró ahí el Dalí nonato fue “un par de huevos estrellados en un sartén, pero sin el sartén”. Se trataba, dice, de “unos huevos grandiosos, fosforescentes, cuyas claras, levemente azulosas, estaban muy nítidamente detalladas”. Y este par de huevos fritos en un sartén (pero sin el sartén) “se acercaban y se alejaban, se movían de un lado al otro y alcanzaban, de pronto, la iridiscencia e intensidad de una madreperla.”

Y luego ya nació.

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