Leo aquí y allá sobre el misterioso destino que le cayó encima al superior arquitecto Luis Barragán: atestiguar cómo su osario fue convertido en una mina, su esqueleto escarbado por picos y palas, trasladado luego por un carro de mulas al tiro vertical del esnobismo y finalmente forzado, por alguna tecnología de punta de esas que nunca faltan, en un diamante chabacano montado en un anillito baladí.

Y digo que ese destino le cayó encima porque es un destino dictatorial, un destino asestado por otros, no devengado por él. Un destino que Luis Barragán ni buscó ni propició y que además encima, pues leo que fue católico ferviente, le habrá parecido no sólo una profanación de sus despojos sino un grave agravio contra el núcleo de su fe: la creencia en el cuerpo que espera su resurrección.

Por lo mismo —porque en su fe así sucede— es que le adjudico a Luis Barragán la capacidad de ser él mismo testigo del abuso, que habrá observado allá en el cielo de los arquitectos, donde quizás lo habrá platicado con Fidias y Calícrates, con Frank Lloy Wright y Le Corbusier, mientras tomaban un té. Un testigo no por incorpóreo menos estupefacto ante este laborioso enredo internacional con todos los bellacos ingredientes del caso: intrigas y traiciones, ricachones suizos, apetitos de señoronas aburridas, familias ambiciosas, berrinches curatoriales y demás fastos y nefastos de la vivaracha farsa actual del harte (así con hache).

Leí hace tiempo, en la revista The New Yorker, firmado por Alice Gregory, con adecuado detalle, este melodrama bobo consultable en línea. Si lo evoco es porque ahora roza México, pues el tal “diamante” será estruendosamente exhibido ante el pueblo y la crítica para saciar ocio dominical, azuzar titulares amarillosos y fomentar la predecible rebaba de solemnes nimiedades (como yo mismo ahora).

No me interesan los diamantes más allá de su función literaria, como símbolo que son del fulgor y el duro frío; piedras cargadas de vida perdurable; hierofantes de los misterios finales del amor y de la muerte.

Tienen un aparador aparte en la historia de la poesía. El dieciochesco poeta importante Georg Phillipp Friedrich Freiherr von Hardenberg —quien optó por substituir su nombre de ferrocarril por un viejo apellido familiar latinizado, “Novalis”—, juntó su profesión de geólogo con el misticismo y concluyó que el diamante es el alma encarbonada de la mujer que se ama.

Sor Juana, famosamente, emplea al diamante como signo del trueque de los amores imposibles: una se enamora de uno que se enamora de otra que, a su vez, obviamente ama a otro más: “al que trato de amor hallo diamante/ y son diamante al que de amor me trata”. El diamante barroco de tantos quilates como pocas resoluciones.

Y Neruda, que se burló de “los viejos poetas” y sus poemas llenos de rocíos, lunas y diamantes, esas joyerías bucales de las novias: perlas en los dientes, rubíes los labios, diamantes sus brillos. Mejores las rocas simples, con “su golpeado traje de diamante y arena”.

El poema que le habrá interesado a Barragán es el de Xavier Villaurrutia. ¿Se habrán tratado en vida? No era poco lo que tenían en común, comenzando por el afecto a las simetrías de Valéry y acabando con afecto a la elegancia discreta, la que se cuida de graduarse al dandismo mermelada.

Los poemas de Villaurrutia, sobrios, geométricos, rosados, de pronto tienen algo de trazo arquitectónico barraganesco: unas cuantas líneas que enclaustran una soledad perfecta. Sobre todo “Décima muerte”, ese poema aterrador y deslumbrante, diamante de diez caras y cien metros cuadrados, decaedro en octosílabos cabales, impecable edificio de espinelas.

Y es que en ese particular poema, en el que Villaurrutia platica con aquella a la que llama “Muerte”, hay una estrofa, la cuarta, que genera cierto eco con este episodio irrelevante de huesos y diamantes. Observa que, “por caminos ignorados/ por hendiduras secretas”, su deslizante Muerte se ha metido a la alcoba. El poeta en su lecho, con los ojos cerrados, la mira acercarse. Advierte que viene, como todas las noches, “a convertir mi envoltura/ opaca, febril, cambiante,/ en materia de diamante/ luminosa, eterna y pura”.

Si los museos tuviesen imaginación, si realmente aspirasen a educar a la gente, ya podrían haber expuesto un fémur con ese poema adjunto. Carbón en serio. Diamantes deveras indómitos e invencibles, como quiere su etimología.

No babosadas.

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