El sueño, autor de defenestraciones, combas suele surtir de bultos miedos. Como el libreto onírico está fuera de nuestro control, soñar es una aventura involuntaria, confeccionada por los sístoles y diástoles caprichosos. Imagino que a mis sueños los cocinan unas sinapsis acomplejadas que merodean por mi cerebro, contoneándose ante mi bulbo raquídeo, tratando de llamarle la atención. O bien unas dendritas zigzagueantes, disparadas por electrones ociosos, que las lanzan hacia olvidados basureros para ver qué demonios pepenan. Es un horror, francamente, tener ahí billones de neuronas que quién sabe quiénes serán, pero de las que, por lo pronto, yo soy una mezcla de anfitrión y titiritero.

En fin, demasiado prólogo para algo que no tiene mayor relevancia. La cosa es que, recientemente, le ha dado por manifestarse dos veces, en el tembloroso teatro de mis sueños, a un personaje terciario, tan remoto como irrelevante para mi vida. ¿Qué quiere?

Por escolástico, debo suponer que no es azarosa su visita; que algo había en él que exige mi atención medio siglo después. Se llamaba Ricardo Rodríguez y le conocía como El Cayo (que es Ricardo en español pueril regurgitado). Tendría 17 años, contra mis 12 o 13; muchos centímetros y kilogramos de diferencia y muchos más dientes y bíceps y nudillos. Una especie de atentado terrorista en cámara lenta, con aquella cara puntiaguda, rabiosa, sobre la que se alzaba en triunfo un copete tres pulgadas mimeografiado de Little Richard. La tez, enfermizamente sonrosada, era un accidente geológico, una cadena de volcanes de acné en erupción continua. Así era El Cayo en resumen: una síntesis de dóberman y Krakatoa.

El Cayo era holísticamente torvo, un tipo para quien la violencia era un artículo de primera necesidad. Su pura facha irradiaba círculos concéntricos de miedo. Había sido malo desde niño. Ignoro qué error torció su sintaxis genética, o qué le hicieron, o qué vio, pero claramente optó por no pasar por el mundo sin empeorarlo. Comenzó siendo el torturador de sus hermanos y luego se graduó, con mención honorífica, a bully oficial de la colonia. Hablaba poco y no con palabras, sino con coces, gargajos y codazos. Su lado científico lo impelía a demostrar a cada rato que dos objetos (generalmente su puño y alguna cabeza que no fuese suya) no podían ocupar el mismo lugar en el espacio, pero sí el adyacente. Llegaba bañado de loción a las tardeadas y las muchachas corrían al baño, aterradas de que las sacara a bailar una “lentita” y las regresara llenas de saliva, sudor y sebo.

Todo empeoró después. Se hizo de un automóvil troglodita, un Chevrolet vetarro, de aquellos que, al iniciar los 50, eran más anchos que largos, llenos de nalgas y de tetas de hojalata, con el parabrisas dividido en dos y una parrilla dientona para asar perros y peatones. Lo pintó de negro y rojo con pintura de pintar paredes. Le aflojó los cárters y le abrió las válvulas y le hirvió los mofles o lo que sea que se debe hacer para que un auto ruja como un dragón con migraña, ese rugido obeso, tectónico, que deja a su paso una cauda de insomnes.

A veces, en las noches, El Cayo jugaba con su carro un juego macabro. Era una variante de ruleta rusa que consistía en lanzar a su bólido, lo más rápido que podía, por una calle menor de la colonia, de esas en las que hay que detenerse en cada esquina para ceder el paso a la preferente. El Cayo se aferraba del manubrio enorme, se aliñaba el copete, apagaba las luces del carro, chirriaba malamente las llantas y salía disparado sin acatar los letreros de ALTO.

Lo último que supe de El Cayo fue unos 10 años más tarde. Que se hizo policía; que medio mató a golpes a una esposa; que se hizo judicial; que se unió a una banda de judiciales que cruzaba la frontera con California, robaba coches deportivos y los traía a vender a México…

¿Qué habrá sido de él? ¿Habrá hecho carrera en el crimen organizado? ¿O en el desorganizado? ¿O quizás en el de representación popular? Le preguntaré la próxima vez que se cuele, rugiendo y sin frenar, en mis pesadillas…

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