Continuar con la edificación del individuo —de la persona o del ser individual— es la única propuesta acerca del ámbito social que se me ocurre hacer: es posible que el cultivo de la soledad, del yo, sea la manera menos decepcionante de habitar la multitud. Fortalecerse mientras se vagabundea por la geografía del lenguaje y de la literatura, de la reflexión política y del soliloquio, de las pasiones personales y de las ideas del bien y del mal. “Unión pasajera de elementos cambiantes”, llamaba Ernst Mach al yo. ¿No añoraba Nietzsche también un poco de tranquilidad y de aliento en medio de la turbulencia de su pensamiento y alteridad, tal como lo expresó en Humano, demasiado humano? Sólo el individuo fortalecido es capaz de participar en una conversación y por lo tanto en una especie de progreso social; no la suma de individuos débiles y suprimidos por el sufrimiento y la ausencia de voz; no la adición de los seres mermados e incompletos, acabados y humillados por sus gobernantes. Y sí al individuo libre que se relaciona con los otros a partir de su soledad. Mas quiero acentuar que, en mi opinión, ese individuo se fortalece sólo porque es consciente de que sus ideas puedan llegar a ser pasajeras, y de que no existe una sola ciencia o persona que logre explicar exhaustivamente los hechos y los fenómenos que lo afectan.

A raíz de la conciencia de ser un individuo cambiante, fugitivo y en adaptación constante, uno aprende, por cierto, que no se gana nada con la ofensa y desprecio de las personas que se quieren o se aprecian. “Todavía ahora, después de una simpática conversación con hombres completamente extraños, mi filosofía se tambalea. Me parece tan necio querer tener razón al precio del amor.” (Rüdiger Safranski transcribe esta confesión de ambigüedad del propio Nietzsche). ¿Para qué ofender a quienes nos son apreciables? Mas aquí, en este alegato, no trato yo de ponderar ni halagar ninguna filosofía o ningún pensamiento único y explicador, sino de realizar un ejercicio parcial cuyo propósito es recuperar el yo, la vida de uno mismo, el individuo que se halla sepultado por el marasmo social y la lucha absurda, violenta e inocua entre personas que pertenecen a bandos, partidos o a villorrios distintos. Quizás si uno se reconoce a sí mismo como pluralidad, simultaneidad de ideas y de pasiones, como peregrinar y cambio, logre entonces llegar a ser más sobrio y cuidadoso respecto a sus concepciones del bien social. Qué inconveniente y desafortunado resultó el diagnóstico de Habermas hace más de cuatro décadas cuando escribió: “Nietzsche ha perdido por completo su capacidad de contagio.” Tal desplante equivalía a decir que la literatura y el lenguaje tampoco poseen ya ningún valor social, ni son capaces de contagiar nuestra imaginación de otros vicios y realidades. Por fortuna creo que no es así y que los individuos más apreciables —aquellos que no deseo que mueran—están al tanto de ello. La literatura también es parlamento, llegó a escribir Thomas Carlyle, como esgrimí antes en esta columna, y vamos si el viejo Carlyle no era necio, duro y sectario. La comunidad en tempos de crisis podría, tal vez, sobrevivir y no ser sólo una masa tullida, si partiera de una pluralidad de individuos reales, no de hologramas prefabricados (sí, estoy divagando).

¿Tiene sentido continuar esforzándose por luchar y exigir justicia en sociedades como la nuestra? Tal es un asunto que le concierne sólo al individuo. Construir preguntas adecuadas y hacer que el mundo logre expresar así su complejidad y misterio, es también una posibilidad literaria. Desde una posición individual, hasta donde es posible sostenerla, yo no creo que tenga ningún sentido ofrecer respuestas a medias, pues ello es justamente lo que hace casi cualquier análisis o reflexión acerca de la condición social y política de nuestro tiempo, y pese a lo necesario de la existencia de una glosa conceptual y de un pensamiento actual —como si lo actual fuera posible— uno debería continuar la batalla contra los poderes inhumanos que brotan de la rapiña financiera, los malos gobiernos y la frivolidad criminal de los medios o, de plano, rendirse y poblar las zonas de confort accesibles a cada quien mientras llega la muerte. Cuando E.L. Doctorow dijo que los relatos nos enseñan las leyes de la comunidad y distribuyen el sufrimiento; y que a través de las historias, el individuo siente que su sufrimiento puede ser compartido por los demás, estaba exagerando el papel social de cualquier obra literaria, pero acertaba, según mi opinión, en el hecho de que los relatos nos muestran el comportamiento de la comunidad y también lo alteran y modifican. Sin embargo, tal como están las cosas afuera de mi recámara —es decir, en el mundo exterior— veo más posible la soledad y el olvido purificador que la redención política. Y, por ello, apenas escucho un ladrido humano en lugar de una voz, corro a encerrarme de nuevo en mis libros. Hasta que un día no vuelva a salir jamás.

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