¿Vivimos en una época de mayor bienestar social que en las épocas pasadas? ¿Estamos mejor hoy que ayer y nuestro mundo es, en la actualidad, un lugar más habitable que el mundo de nuestros antepasados de cualquier época? Estas son preguntas en apariencia difíciles de responder y complejas en su respuesta. Diversos filósofos, sociólogos, teóricos e intrépidos magos de la estadística se han dado a la tarea de responderla (Pinker, Serres, Norberg y otros cómodos pensadores de quienes me ocuparé en mis siguientes entregas). Desde mi punto de vista, al menos, me parece evidente que preguntas de esa naturaleza carecen de una respuesta certera. Carecen de sentido práctico y deprecian el valor de la reflexión. Es verdad que se venden libros acerca de tal tema y dan lugar a la polémica mediática, al parloteo interminable y a las conclusiones arbitrarias, pero son preguntas sin sustancia y abiertamente vacuas: trampas del lenguaje en las que solemos caer a menudo: divertimento y oportunidad de expresar nuestras propias convicciones o teorías. De entrada no se tiene la distancia, conocimiento o perspectiva suficientes para dar juicios de esa naturaleza; la Segunda Guerra Mundial terminó hace apenas setenta años y en cada región del planeta se han vivido los más diversos acontecimientos sociales y políticos, de manera que es un tanto arrogante reunir los fragmentos del mundo y lanzar al aire un diagnóstico global. ¡Viva la pizza hawaiana!

Dos serias objeciones se presentan cuando uno se coloca el delantal de médico universal y decide que los habitantes del mundo estamos mejor —o peor— que en las épocas pasadas. La primera y más importante tiene que ver con el concepto de humanidad, ¿existe en realidad una cosa así, y en caso afirmativo tal humanidad posee derechos universales y puede ser tratada como un todo al que se le pueden adjudicar predicados como “menos violenta”, “más feliz” “más justa”, etcétera? Si existe la humanidad entonces tal concepto (humanidad) tendría que incluir a los habitantes de Belice, México, Somalia y Dinamarca, etcétera, y hay que ser muy osados para ofrecer juicios sobre el bienestar o el malestar del conjunto de las más diversas sociedades de humanos. En caso de que no exista la humanidad entonces el problema está resuelto y podemos decir lo que se nos dé la gana del mundo, pues estamos hablando solamente de de nuestra opinión, deseos y perspectiva personal; elegimos el grupo de estadísticas que más se adapten a nuestra visión de ese mundo y nos dedicamos a divulgar la bonanza o la tragedia de nuestros descubrimientos. La segunda objeción que se me ocurre oponer a conclusiones acerca del mundo tan desmesuradas como las antes citadas viene cuando me pregunto si los descubrimientos científicos, la riqueza económica acumulada, las tragedias vividas por los distintos pueblos, sociedades o comunidades, el conocimiento de la historia (o de las historias), el desarrollo esquizofrénico de la tecnología, etc... tienen algo que ver con el progreso ético de la supuesta humanidad. ¿Se han cumplido los ideales morales y sociales de filósofos que van desde Hobbes, Locke y Herder hasta Nagel y Rorty, por ejemplo? En otras palabras: ¿los seres humanos están al tanto de que son seres humanos que gozan de derechos universales y, por lo tanto, pueden aquilatar qué tan jodidos están en comparación a un modelo ideal de persona o de humanidad? ¿Hay en verdad una sociedad global o es sólo un sueño de mercado que anima a los hombres de negocios y a la religión de la tecnología? Estoy cierto de que uno es capaz de dar diagnósticos sobre determinados aspectos del mundo y de la vida cotidiana de determinada comunidad: medir la eficacia de las vacunas, de los descubrimientos de la física, o del progreso de la comunicación en ciertas etapas de nuestra vida en común, etc... todo ello sí es posible. Mas afirmar que vivimos en una mejor época que en el pasado, mueve a la risa y a la tristeza, al desánimo y a la decepción. ¿Todavía no aprendemos la pluralidad, la contradicción, la diversidad del temperamento moral y las condiciones específicas del conocimiento en las más distintas sociedades humanas? ¿Cómo puede medirse el sufrimiento de una persona o la decepción de sus expectativas? ¿Qué papel tiene el sentimiento de resignación o desdicha en un habitante de las periferias urbanas? Y así.

En esa cada vez más difusa entidad geográfica y política que llamamos México sería ya riesgoso referirse al progreso o bienestar público en términos globales o generales pese a lo evidente de la desgracia. El aumento de los precios de la energía empobrecen más a la mayoría de sus habitantes y el cinismo e incapacidad de los gobernantes para construir un desarrollo que beneficie a todos es oprobioso. Recuerdo que en una charla informal entre Octavio Paz y Jorge Luis Borges, el primero afirmaba que en México habíamos carecido de un siglo XVIII, como en Europa, es decir de un siglo crítico. ¿Qué pensaría Octavio Paz acerca de este siglo XXI que avanza rápidamente en México? No sé, pues no soy capaz de inferir de forma científica un juicio ajeno y a posteriori. Sin embargo, creo que se vive en esta parte del mundo el exilio de la crítica profunda y el predominio del juicio disparatado, la plaga de la opinión furibunda y del abuso del entretenimiento salvaje. La crítica no es una herramienta que utilicemos para poner en duda nuestros juicios. Y la opinión crítica, la reflexión de los intelectuales o el estudio sopesado no llega hasta la esfera y clase política (esa piedra en la espalda de una sociedad en declive.) ni a la mayoría de los ciudadanos. ¿Vivimos una época en el mundo mejor que las épocas pasadas? Cada quien que responda como desee, de todos modos la respuesta a una pregunta tan absurda será retórica. Yo prefiero concentrarme en preguntas reales, críticas y más puntuales. “¿De dónde obtuvo usted su riqueza y sus privilegios?”, por ejemplo.

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