¿QUIÉN se hace estallar en medio de un auditorio repleto de niños y adolescentes? ¿Quién antepone su fanatismo a la vida de jovencitas y niñas en un concierto? ¿Quién cree que ayuda a su causa asesinando inocentes que NADA tienen que ver con un conflicto que se desarrolla en otro continente?

¿Quién piensa que su religión o sus principios le permiten trasladar la lucha armada al terreno de los civiles? ¿A quién se le ocurre que una boda, un hospital o una ceremonia fúnebre son momento válido para un ataque? ¿De qué tamaño es la maldad de construir artefactos explosivos diseñados ex profeso para causar el mayor dolor y sufrimiento humano?

¿Cómo se mide, cómo se define, el éxito de un ataque: en número de muertos y heridos, en daño material, en impacto sicológico? ¿Quién constituye un blanco aceptable: sólo los combatientes, o también su entorno cercano? ¿El que empuña el arma o el que se la facilita, el que ejecuta el ataque o quien lo planea o lo autoriza?

¿Quién es más perverso, el que hace propaganda a favor de una causa que predica y practica la violencia, o quien le encuentra una justificación moral o religiosa? ¿El que educa a los niños en la cultura del odio y el desprecio a los otros, o el que se limita a utilizar a los ya adoctrinados como carne de cañón? ¿O el que utiliza el ataque contra los suyos para victimizarse y justificarse?

Todas estas y muchas más interrogantes me han ido llenando la cabeza desde el momento en que me enteré del bombazo al final de un concierto de Ariana Grande en el Manchester Arena, y mientras más detalles conozco más confirmo que estamos frente a un nuevo capítulo de una de las guerras más asimétricas de la historia moderna, una en que no solamente se recurre a armamentos dispares, a combatientes no siempre visibles o uniformados, con tecnologías de punta de un lado y muy rudimentarias del otro.

Una guerra en la que los métodos y las metas son totalmente disímiles, en que Estados nacionales y las alianzas que conforman se enfrentan a movimientos a veces subterráneos, a veces autónomos y autárquicos, y otras más completamente ais-
lados, individuales incluso.

No hay en este conflicto siquiera una definición realista, alcanzable, de la victoria. Eso es un grado de vaguedad no visto ni en los tiempos obscuros del terrorismo urbano en Europa del siglo pasado, que lo mismo se pretendía comunista que anarquista o nihilista, e incluso tenía —como en los casos vasco o irlandés— reivindicaciones nacionalistas. Ni qué decir de movimientos de liberación o creación nacional como el judío, el palestino, los de África del Norte o tantos otros. Existían en todos esos reglas más o menos claras de lo que estaba permitido, de los objetivos de corto y mediano plazos, de la meta última.

Ahora no. Lo mismo un lobo solitario arrasa con peatones en Niza o Berlín que con jovencitas en Manchester o una escuela en Paquistán, que el Estado Islámico toma, ocupa y defiende posiciones en ciudades de Irak y Siria. Y del otro lado igual: un ejército formal ataca y bombardea o recurre a mercenarios contratados ex profeso o a “fuerzas especiales” y a los anónimos e invisibles drones y mata lo mismo a yihadistas que a pacientes y personal médico en un hospital o a convidados de una boda.

Como siempre en estas cosas, cada uno cree que lo suyo está justificado, cada uno busca sacar ventaja militar, política o propagandística de sus acciones, cada lado se convence de que está ganando, un poco como en esos surreales juegos escolares improvisados en que en una cancha de futbol se encuentran dos equipos con palos de hockey y pelotas de basquetbol y nadie sabe bien a bien a qué juega ni cuáles son las reglas, sólo que hay que llevarse por delante al contrario. En esos juegos no pasaba de un ojo morado o un hueso roto, de un enojo que duraba un día o una semana.

Aquí, en cambio, mueren civiles por doquier, y cada vez que se da un ataque mortal ya sea en Lahore, en Bagdad o Boston, o en los desiertos del Sudán o Yemen, un testigo aterrorizado se pregunta: ¿Quién haría eso?

Analista político

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