A menos de 24 horas de la toma de posesión de Donald Trump, el gobierno mexicano procedió a la largamente prevista extradición del Joaquín Guzmán Loera para enfrentar cargos en el vecino país.

Nadie puede decirse realmente sorprendido por la extradición, si bien los abogados de Guzmán argumentan que lo fueron, y son muy pocas y muy poco representativas las voces que se levantan para protestar por la misma. De todas las cosas que puede hacer un gobierno para golpear al crimen organizado y a sus cabecillas, la extradición es una de las que más temen. Esa arma es tan poderosa que los narcos colombianos le declararon la guerra a su gobierno para tratar de evitarla y los mexicanos buscan todo recurso legal para retrasarla o impedirla.

Visto así, y dada no solo su peligrosidad sino su enorme habilidad para escaparse, hacía todo el sentido extraditar al Chapo Guzmán. Si a eso le sumamos el alto valor simbólico para la cooperación en la lucha contra el narcotráfico, no podía haber duda al respecto.

Sin embargo, me llama poderosamente la atención la temporalidad: al hacerlo en las últimas horas de Obama y la víspera de Trump, el gobierno mexicano ha llevado a cabo lo que podría ser su más mediática y simbólica acción en la relación con su vecino en el peor momento posible. Si se trataba de un acto final de amistad con Obama, fue demasiado tarde. Si, por el contrario, se pretendía un gesto de bienvenida a Trump, no será leído así por el nuevo y muy avezado comunicador en jefe estadounidense.

¿Era la extradición una carta de negociación con el nuevo gobierno? No lo sé, pero el sentido común indica que algún valor tendría. ¿Era una papa caliente de la que urgía librarnos? Sin duda, pero no veo entonces por qué no adelantar la extradición.

Espero equivocarme, pero me temo que se ha perdido una buena oportunidad. A menos, claro, que el señor Trump arranque el día de mañana (o cierre el de hoy) tuiteando para bien al respecto. Con él todo puede pasar.

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