Las primeras elecciones cuestionadas del siglo XX fueron las del 26 de junio en 1910, cuando Porfirio Díaz se reeligió por séptima vez después una interminable dictadura de casi 34 años que concluyó en una pavorosa revolución. Los resultados de los comicios “administrados” durante la diarquía Obregón-Calles en 1920 y 1924 se llevaron a cabo en el marco de justificadas sospechas, más aún cuando Obregón había mandado asesinar a Venustiano Carranza, presidente de la República, a Pancho Villa y había sofocado a balazos la rebelión delahuertista para garantizar el acceso de Plutarco Elías Calles al poder. Sobra decir que Ángel Flores, candidato opositor de la Unión Nacional Progresista, murió envenenado un par de años después de haber sido “derrotado” por El Turco en 1924. ¿Alguien se atreve a defender la legalidad de las elecciones a lo largo del Maximato, iniciado después de otro asesinato, el de Álvaro Obregón, en 1928? Les debería dar vergüenza los priístas el hecho de tener una aula magna en el PRI que lleva el nombre de Calles, el padre de los fraudes electorales en México, salvo que el cometido en contra de José Vasconcelos el 17 de noviembre de 1929 no haya sido uno de los peores delitos electorales en la historia política de México. El cinismo superó las más escandalosas expectativas cuando un ilustre desconocido llamado Pascual Ortiz Rubio, embajador en Brasil, desarraigado de México, “venció” sospechosamente en las urnas a Vasconcelos al captar casi el 94% de los votos. Por supuesto que estalló de nueva cuenta la violencia que concluyó como siempre a balazos, solo a balazos, como el que le dieron en la cara al propio Ortiz Rubio el día de su toma de posesión.

El 7 de julio de 1940 se perpetró otro fraude electoral, ésta vez cometido por Lázaro Cárdenas, Tata Lázaro, en contra de Juan Andrew Almazán y a favor de Manuel Ávila Camacho, el Presidente Caballero. Unas auténticas pandillas armadas hasta con ametralladoras dispararon en contra de las casillas electorales. El saldo fue de 150 muertos, además del robo de urnas, cambios repentinos de domicilio en los distritos electorales, destrucción masiva de boletas para que el general Ávila, el último mandatario de extracción militar, ganara con 94% de los votos. De esta suerte se afianzó en el poder a la “Dictadura Perfecta.”

Las irregularidades en el proceso electoral y las prácticas fraudulentas se repitieron en 1952 cuando Miguel Henríquez Guzmán se opuso a Adolfo Ruíz Cortines. Por supuesto que la protesta fue acallada de nueva cuenta a balazos por Miguel Alemán, para dejar constancia de la importancia que el priísmo le concedía a la voluntad popular. Por algo Porfirio Díaz siempre sostenía: “Quien cuenta los votos gana las elecciones…”

Después de los comicios de 1952 la sociedad mexicana, inmadura y resignada políticamente, se prestó al juego inadmisible de las quinielas con la aparición mágica de “El tapado”, hasta las elecciones también cuestionadas en las que resultara vencedor Carlos Salinas de Gortari. A partir de 1988, un parteaguas en la historia electoral de México, después de los escandalosos fraudes descritos en los párrafos anteriores, comienza un largo proceso de construcción de instituciones electorales. Se funda, como resultado de la protesta social, el Instituto Federal Electoral (IFE) y el Tribunal Federal Electoral para garantizar el respeto de la voluntad ciudadana, casi 200 años después del llamado Grito de Independencia.

¿Por qué este breve recuento histórico? Pues porque el actual INE y el Trife, sin contar otras instituciones electorales locales, nos cuestan a los mexicanos casi 18 mil millones de pesos (Dieciocho mil millones de pesos) al año, sin contar con el costo de sostenimiento, un dato aberrante, de los partidos políticos, por lo que lo menos que esperamos los contribuyentes y los electores, son resultados confiables, transparentes e inmediatos. Cuando Macron compitió apenas hace unos días en contra de Le Pen, o cuando Trump contendió contra Clinton, el mundo supo la identidad del ganador la misma noche de la contienda y no me refiero por supuesto los comicios de un Estado como Texas o la provincia de Saboya, sino a todo un país con decenas de millones de votantes.

Lo acontecido la semana pasada en Coahuila, cuando los resultados de la contienda electoral no se supieron la misma noche de las elecciones, sino hasta el jueves pasado, es una auténtica vergüenza institucional realmente inadmisible e imperdonable, arroja un negro manto de injustificadas sospechas sobre nuestras instituciones electorales. En el Estado de México y en Nayarit conocimos en la misma noche los nombres de los vencedores, por más que las diferencias se vayan a dirimir en los respectivos tribunales, pero lo de Coahuila es un infamia, un atentado en contra de los intereses superiores de la República, más aún si no se pierden de vista la pavorosa historia de canalladas electorales padecidas por la nación y no se olvida el gigantesco tamaño del presupuesto que sufragamos los mexicanos para contar una estructura electoral respetable. Llama la atención que el escándalo electoral se de precisamente en un Estado secuestrado por dos hermanos acusados ambos, de malversación de fondos y de enriquecimiento mucho más que explicable.

Los mexicanos no podemos darnos el lujo de volver a padecer elecciones sospechosas porque desmotivan a los electores de cara a futuros procesos. La desconfianza ha manchado de nueva cuenta los comicios en México. No podemos permitirlo. Pagamos muy caro histórica y económicamente las luchas fraudulentas en las urnas. No nos lo merecemos. No se vale. Se impone la destitución inmediata, fulminante y efectiva de las autoridades electorales locales de Coahuila, porque mancharon las elecciones, ensuciaron las instituciones y sepultaron en dudas los resultados finales. Pongamos un ejemplo drástico para que no vuelva a aparecer la sospecha demoledora, morbosa y escéptica con todas sus deprimentes consecuencias.

fmartinmoreno@yahoo.com@fmartinmoreno

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