Usted, amable lector, que pasa la vista distraídamente por estas páginas, cree que aquellos funcionarios que juran con la debida solemnidad, con la mano derecha alzada y erecta, por cierto, al estilo nacional socialista, en posición de firmes, próximos al llanto, el rostro impertérrito, invadidos de un contagioso sentimiento patriótico, ¿usted cree que estos execrables sujetos malvivientes, tan pronto accedan al escritorio burocrático de cualquier nivel, lo primero que harán es extorsionar, chantajear, robar, estafar para enriquecerse en el cargo olvidándose de México, de la patria, de sus ancestros, de la historia, de sus familias, de la Carta Magna, la suprema ley de todos los mexicanos a la que escupen en hermético secreto, al igual que ignoran su juramento cuando protestaron guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen y si no que la nación se los demande…?

¿Qué…? Nunca, desde el primer día en el ejercicio de su responsabilidad pública, guardaron ni hicieron guardar la Constitución ni las leyes que de ella emanaran, a sabiendas que la nación jamás les demandaría absolutamente nada, porque es sorda, ciega y muda, hasta que deja de ser sorda, ciega y muda y cuelga de los postes telegráficos o de las ramas de las ceibas o de los ahuehuetes, o fusila contra paredones improvisados a los traidores de la patria. ¡Con cuánta satisfacción encabezaría yo un pelotón de fusilamiento para pasar por las armas a los presupuestívoros, una vez oídos y vencidos en juicio, si esto fuera legalmente posible, a la voz de “preeeeparen, apuuuunten, fuegoooo”, en la inteligencia que me faltarían cartuchos para cumplir mi feliz cometido!

Sí, en efecto, constituye un diario teatro político, cuyo guión fue escrito por un soñador o un consumado hipócrita, el hecho de constatar cómo hombres y mujeres destinados a ocupar cargos públicos, cuando juran a sabiendas que tan pronto accedan a sus respectivos cargos para auxiliar en las difíciles e inaplazables tareas de rescate de la nación, lo primero que harán estos singulares sinvergüenzas, es apuñalar por la espalda a la patria que juraron defender con los ojos anegados, la voz entrecortada, la piel invadida por los poros despiertos y la mirada desafiante extraviada en el inmensidad del horizonte del Valle del Anáhuac. Son capaces de jurar por el espíritu de Acamapichtli, por la memoria de Morelos, por la imagen, para ellos sagrada, de la Virgen de Guadalupe, por el recuerdo de Juárez, por mi general Zaragoza y su telegrama: “las armas nacionales se han cubierto de gloria” y por la bandera tricolor, para, acto seguido, pisotear la enseña patria y morder y esquilmar, timar, defraudar, descrestar y subastar sus facultades al mejor postor, sobre la base que nunca tendrán consecuencias legales sus detestables hurtos, sino que todavía la sociedad los invitará y los agasajará con manteles largos en sus casas para premiar sus estafas. ¿Verdad que todo está podrido? ¿A dónde vamos sin sanciones jurídicas ni sociales…?

Por supuesto que la inmensa mayoría de los funcionarios públicos constituyen pandillas de bandidos dedicados a asaltar a la patria, supuestamente lo mejor que tenemos los mexicanos, junto con nuestras familias. Éstos destacados maleantes, que atentan en contra de su propio país, no tienen el menor empacho en enriquecerse ilícitamente ni les preocupa  exhibirse ante sus hijos como unos truhanes ni ante la sociedad, siempre y cuando la prensa no los exhiba como delincuentes ni se les arreste en público con las manos esposadas ni se les retrate rindiendo su primera declaración ante el Ministerio Público, atrás de la rejilla de los indiciados.

Soy ratero profesional —parecen decir en su putrefacto interior— y no me importan ni mis hijos ni mi mujer ni mis amantes ni mis amigos ni la sociedad ni los niños pobres ni los jodidos ni los muertos de hambre, con la condición que no me atrapen ni me descubran: no soportaría la exhibición pública de mis debilidades y me tiene sin cuidado que cuando muera y mis herederos conozcan la magnitud de mi patrimonio, yo estaré más muerto que los muertos y menos escucharé lo que opinen o dejen de opinar los vivos. ¿Qué más me da que mis hijos sepan, en su momento, de mi fortuna mal habida, si ellos tampoco la devolverán a la nación ni la entregarán a la beneficencia pública ni la donarán a la casa del niño ciego o al niño quemado o al niño con cáncer, porque ellos son mis cómplices y, como tales, les importará muy poco que los etiqueten como pandilla, en lugar de familia? El silencio eterno está garantizado, ¿no? ¿Verdad, hijito querido, que papá no fue ningún ladrón…? ¿Verdad que tú también protestarías guardar y hacer guardar tu herencia y si no que la patria te lo demande?

Que los políticos mexicanos tienen suscrito un pacto secreto con el diablo, sí puede ser, pero esos calificativos, según ellos, son propios de los resentidos que no pudieron robar ni tuvieron acceso al erario para saquearlo a placer. También aducen, desde el fondo de su rencor, que “quien la hace la paga…” ¿Quién la paga en México? ¿Qué saqueador del tesoro público la ha pagado? Nadie, ¿verdad…?, porque como bien lo decía Álvaro Obregón: “A la cárcel en México solo van los pobres y los pendejos”.

¿Por qué no robar y vestirse con billetes bien cosidos sobre la ropa, si en México nunca pasa nada, hasta que pasa?, como sentenció Cantinflas, mi querido tocayo, y cuando pase, porque espero que pase, me encantaría tener el privilegio de poder escoger ramas de ahuehuetes o torres de electricidad para colgar a los presupuestívoros. Ellos, los políticos, especialistas en esconder sus emociones en el rostro, al que tienen muy bien educado al extremo de poder masticar un ratón vivo sin hacer una sola mueca, los presidentes, legisladores, gobernadores, jueces corruptos y cínicos, quisiera ver cómo sacan la lengua cuando el dogal les apriete el cuello al sentirse suspendidos en el aire hasta la asfixia total.

Bueno, al menos soñar está exento del pago del impuesto sobre la renta y, después de todo, soy novelista y también es domingo…

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