Insisto. Lo que sería normal en cualquier democracia, la formación de una alianza opositora para garantizar la derrota del partido en el gobierno (el PRI) o de un frente amplio para impedir el asalto populista al poder (Morena), se complica enormemente porque la mayoría de los mexicanos no hemos asumido ni la historia ni la naturaleza del PRI.

La ausencia total de autocrítica de parte de los propios priistas ha contribuido, en una proporción nada desdeñable, al embrollo. En este caso destaca tanto la pereza mental de un partido sin intelectuales como la osadía autodestructiva, pues el PRI, de autoexaminarse, tendría numerosos motivos para venderse al electorado como el creador del México moderno. Pero, como si estuviéramos en el sexenio de Ruiz Cortines, ellos asumen que el partido creó al Estado–nación y dan por superflua e insensata cualquier otra explicación.

La academia, inclusive, no se pone de acuerdo sobre si el partidazo nació como PNR en 1929 con el callismo o nueve años después, gracias al general Cárdenas y a su breve PRM o si estos antecedentes son los padres legítimos del PRI de 1946, un invento de la Guerra Fría, como también se aduce, no sin razón. Es común escuchar decir que “todos los mexicanos somos priistas aunque la mitad no lo admita”, dicho idéntico al escuchado en la Argentina en cuanto al peronismo, esa otra originalidad latinoamericana.

La ciudadanía, al menos la de mayor edad, fue educada por el PRI y por ello le profesa oscuros sentimientos encontrados. Se le odia por su autoritarismo y por su cleptocracia pero hasta su supuesto peor enemigo invita al pueblo a servirse de sus cohechos y prebendas siempre y cuando le niegue su voto. Los más pobres se afilian, no sólo por necesidad sino por codicia, a las redes clientelares priistas y éstas han sido imitadas por sus desprendimientos izquierdistas (PRD y luego Morena) mientras que el PAN se queda lejos, con frecuencia, de la cuota anhelada, al ejercer la extorsión. Falla por desconocimiento de los usos y costumbres en el arte del unto, antes que por esa honradez congénita atribuida al partido de la “gente decente”.

Priistas vergonzantes o no, los mexicanos le debemos al PRI el desenlace de la alternancia, aunque algunos ya la detestan (y por ello estamos bajo una efímera Restauración), pues la democracia no trajo la ilusa prosperidad y sí la criminalidad rampante. Pero de no haberse desgajado el Antiguo Régimen con la Corriente Democrática, contra quienes predicábamos la inexistencia para fines prácticos de una izquierda del PRI, no habría habido ni el 1988 de Cárdenas ni el 2006 de López Obrador, ni la transformación de un país monocolor en otro dividido en tres cuartos con un presidente sin mayoría absoluta y una capital gobernada por la izquierda.

Si los priistas disidentes se fueron por despecho o por convicción, es otro asunto. Yo creo lo segundo dada la pertinacia con que el PRD y Morena defienden el vetusto nacionalismo revolucionario y la desvergüenza con que dicen que México se jodió en 1982 cuando se fue López Portillo y llegó el “neoliberalismo”, lo cual es una amnistía para Echeverría y Díaz Ordaz, los presidentes, supongo, del añorado “México que se nos fue”.

Se odia al PRI pero no a los priistas siempre y cuando abandonen el logotipo tricolor. Si lo hacen, en cuestión de horas, son ungidos como candidatos de unidad cuando el PAN y el PRD se quieren apoderar de algún estado de la República. Esas alianzas cavernícolas, conjuras de caciques sin programa ni compromisos, nada tienen que ver con verdaderas coaliciones alternativas, como la que en Chile sustituyó a Pinochet o la que acabamos de ver ganar en Francia. Tan claro como el agua bendita, López Obrador, purifica de antemano y por aspersión, a todos aquellos de sus ex compañeros priistas dispuestos a sumarse a su cruzada. Tampoco los panistas les hacen el feo. Si es así, para quienes creemos que lo que está en liza en 2018 es si gobierna Morena o no gobierna, no sería mala idea reflexionar sobre la hipocresía amparada en el antipriismo.

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