Tras la euforia provocada en 1989 por la caída del muro de Berlín hubo quien sugirió que así como los símbolos nazis estaban prohibidos en Alemania, en los países recién liberados tras la Cortina de Hierro, fuese vetada la parafernalia bolchevique. Las víctimas del comunismo eran muchas más que las de Hitler, se argumentaba. Y a diferencia de éste, que sólo dispuso de gobiernos títeres fuera de sus fronteras durante pocos años, los soviéticos prolongaron durante casi medio siglo su imperio en medio mundo.

Había más razones, decían los anticomunistas, para arrojar la hoz y el martillo al basurero de la historia que a la esvástica, añejísimo símbolo religioso de la India que en mala hora cayó en manos de Hitler, mal pintor, pero eficaz diseñador gráfico, quien, cuenta la leyenda, dibujó él mismo la primera insignia de su partido. Pero los iconoclastas de 1989 se tropezaron con la ortodoxia liberal que considera al Estado inepto para ejercer de prefecto de la Historia aunque algunos liberales concedan, casuísticamente, que la desnazificación acaso requería de esas prohibiciones. También se enfrentaban a sociedades donde, entonces y ahora, el totalitarismo es añorado o deseable.

No sólo los rusos, los cuales han recibido sólo irrelevantes lecciones de memoria histórica y a quienes Putin ha convencido de la grandeza soviética, sino millones de ciudadanos en el mundo democrático consideran que el comunismo, de Stalin o de Mao, fue buena cosa para la humanidad y merece una segunda oportunidad. Cuando admiten sus “errores”, los justifican mediante comparaciones extralógicas como decir que los campos de exterminio o trabajo del Occidente capitalista, son o fueron, sus colonias en el Tercer Mundo. O sostienen que condenar a la URSS por el Gulag es como deshacerse de toda la Iglesia católica debido a la Inquisición. Terror lo ha habido en todo sistema político y religioso, sin duda, pero el propósito de ejercerlo desde el principio, como esencia de su poder, es monopolio probado de Lenin y Trotski.

Los simpatizantes de formas carnívoras o vegetarianas del comunismo provocaron una discusión entre dos especialistas franceses, ambos viejos sabios decepcionados de Marx o de su legado. Uno, François Furet, decía que los procomunistas habían sido víctimas de una alucinación colectiva como creyentes en la posibilidad de un paraíso terrestre. Otro, Jean–François Revel, afirmaba —sin negar el concurso de los proverbiales tontos útiles— que el éxito del comunismo en los países donde no tiranizaba, se debía al amor innato de los seres humanos, la mayoría de ellos, por la violencia y la dictadura.

En México existe un solo partido que se reivindica como leal simpatizante de uno de los últimos regímenes comunistas sobrevivientes en el mundo, el Partido del Trabajo, cuyos dirigentes, a cuenta de nuestros impuestos, viajan a cuanta celebración los invitan en Corea del Norte. Si es que un fogonazo nuclear, venga de dentro o de fuera, no borra antes a esa nación dividida, cuando caiga la insólita dinastía de los Kim, sus violaciones a los derechos humanos serán documentadas a plenitud como las cometidas por el Khmer Rojo en la antigua Camboya, comenzando por la más barata de las formas del genocidio: la hambruna como política de Estado.

Es para preocuparse que de todos los partidos y grupos de izquierda anhelantes en aliarse con Morena para llevar a López Obrador a la Presidencia, el único elegido haya sido, hasta el momento, el PT. Olvidándonos de los oscuros orígenes de ese partido (dicen que la mano de los Salinas regó ese maoísmo de origen duranguense), sería inútil preguntarle, al candidato eterno, si sabe qué ideología representa el PT. De saberlo, o lo cree mentira imperialista (él, tan inhábil con la retórica de la vieja izquierda) o francamente le vale. ¿O exagerando, lo anima una virtuosa combinación de Furet y Revel, el deseo de someter mediante el terror a ese 65% que no parece dispuesto a votar por quien encarna —él— el paraíso terrestre?

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses