Hace algunas décadas pocos habrían calculado que el imperio priista (la Academia Mexicana de la Lengua aconseja no acentuar ese hiato formado por dos vocales idénticas), se convertiría, en el siguiente siglo, en uno de los modelos de democracia autoritaria a ejercerse en los sitios más remotos. Nos parecía nuestro sistema político tan omnisciente —una rareza entomológica curiosa apenas para un puñado de politólogos gringos— que calculábamos eterno su dominio. Pero estando en crisis la democracia liberal, desprestigiados en todo el mundo los partidos tradicionales, desatado el populismo de izquierdas y de derechas, el añejo PRI parece tener mucho que ofrecerle a quienes disgusta la verdadera competencia democrática, pero comprenden que las dictaduras sanguinarias ya a nadie convienen.

En países con truncadas experiencias democráticas, como la Venezuela en ruinas dejada por Chávez, o en otros cuya verdadera vida en democracia puede contarse apenas en meses (la Rusia de Putin) y la teocrática aunque semipluralista república iraní, imperan modelos autoritarios con características similares al priismo de la época de oro. Algunas de esas imitaciones, voluntarias o sistémicas, como la venezolana, están por extinguirse; otras gozan de cabal y atrabiliaria salud, como la resurrecta Rusia o la iraní, emprenden la modernización sigilosa.

En el primer caso, el enésimo caudillismo latinoamericano de Chávez fracasó en lo que el PRI fue virtuoso: despersonalizar el poder individual para tornar carismático al Estado. Esa previsible falla venezolana no impide ver cómo el modelo chavista en sus años de esplendor fracasó al emularnos pese a contar con un partido hegemónico sin ser único; medios de comunicación gradualmente sometidos al régimen por las buenas y por las malas; dispendio del excedente petrolero para granjearse desde al ejército hasta a los más pobres, creando fugaces nuevos ricos aunque no, como en el México del desarrollo estabilizador, una verdadera clase media. Y tampoco han podido ir muy lejos, pues nuestros tiempos no son aquellos, los sucesores de Chávez, en defraudar electoralmente a la oposición.

En Venezuela y en Rusia se delega, como en los años más sombríos del PRI, en la delincuencia, a su vez extensión y límite de la policía­, ciertos trabajos criminales para amedrentar y destruir a los disidentes. En ambos países, la corrupción se ha institucionalizado al grado que el exitoso régimen putinesco ha sido definido como una cleptocracia. Así calificaban algunos viejos periodistas al Priato. Dueño del poder desde 2000, Putin lo cedió durante un período a su compadre, cuidándole las manos como su primer ministro hasta no retomar él mismo la Presidencia en 2012.

Encabeza el antiguo espía soviético un partido nacionalista hegemónico, permitiendo a la oposición una presencia ruidosa pero testimonial, ajena a una derrama de la riqueza nacional suficiente para una sociedad para la cual la libertad política está asociada al caos que privó a la Gran Rusia de su categoría imperial tras la perestroika. Y en Irán imperan los ayatolas chiitas (en este caso la acentuación es opcional porque en Irán hay quien es chií mientras que aquí nadie se presenta como prií) como custodios de una competencia electoral entre partidos islámicos oscilantes entre el tradicionalismo y la democratización. Todo ello mientras en Teherán, al menos, una voraz clase media hace en sus casas lo que la ley islámica le prohíbe practicar en las calles.

La priistización del globo ya la identificaron varios colegas al resaltar el sobrecogedor parecido entre Trump y López Obrador, uno en su dudosa calidad de billonario, el otro en su mañosa modestia, ambos tan ignorantes, nacionalistas ciegos aterrados ante el mundo exterior y obnubilados con un pasado mítico, caras de la misma moneda populista. Uno predica la guerra, otro la paz. Pero este par de impolíticos sólo reconocen moralidad en su propia victoria, usan una democracia cuyas reglas desprecian y a sus enemigos, nunca adversarios, los remiten al presidio infernal.

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