En 1755 un terremoto destruyó Lisboa. Fue un acontecimiento histórico por varias razones. Hubo, por primera vez, hacia los portugueses, lo que hoy conocemos como ayuda internacional e hizo crisis, ante desastre tan horrible e inesperado, el optimismo desaforado de los filósofos sobre la marcha de la humanidad hacia la felicidad mediante la ilustración.

Una de las características más notables del ciudadano del siglo XXI, sobre todo si vive en democracias más o menos plenas, es su creciente incapacidad para aceptar lo accidental. Incluso ante terremotos y tsunamis creemos que el daño causado por una catástrofe natural pudo ser menor de haberse tomado mayores previsiones públicas. Solemos tomar la opinión de Rousseau en 1755, quien a diferencia de otros pensadores no buscó las causas físicas del acontecimiento ni culpó a la divina providencia por castigar a los hombres, sino dijo —palabras más, palabras menos— que el problema no era el temblor sino los hombres, quienes viviendo en edificios y casas, se exponen a que éstas, sismo de por medio, se les caigan sobre la cabeza. Es la civilización, violatoria de la ley natural, la causa de nuestros males, arguye Rousseau, de la misma manera en que nosotros culpamos a los malos gobiernos de dejarnos desarmados ante la naturaleza. Todo accidente o enfermedad, para el ciudadano privilegiado del siglo XXI, habitante de un universo ecológicamente sustentable donde lo accidental es imposible, sustituye a la soñada felicidad absoluta cuyo festejo interrumpió, en el siglo de las luces, el terremoto de Lisboa.

El problema del accidente se agrava en una democracia bárbara como la nuestra donde tragedias van y tragedias vienen sin que haya políticos obligados a encarar su incompetencia, omisión o negligencia. Si en Vancouver o en Helsinki el accidente es epistemológicamente inconcebible, en México es inconcebible que el accidente no sea culpa de algún político o partido mafiosamente coludido contra la sociedad civil a la cual debe proteger. Ello nos lleva a un caso muy doloroso, que fulminó políticamente al gobernador de Sonora y al antiguo director del IMSS, el del incendio de la guardería ABC en Hermosillo, Sonora, en 2009, donde murieron abrasados 49 niños y muchos otros quedaron gravemente heridos. Como lo recuerda Luis de la Barreda Solórzano en Excelsior (20/08/2015), al producirse el incendio en un archivo vacío vecino a la guardería y rentado por la Secretaría de Hacienda local, nadie podía impedirlo físicamente. Los niños que pudieron salvarse fueron aquellos auxiliados heroicamente por el personal de la guardería y por el vecindario. Una vez que la Suprema Corte de Justicia falló que el incendio, en última instancia, se debía al desorden con que las guarderías del IMSS fueron subrogadas a particulares, permitiendo su funcionamiento sin las debidas medidas de seguridad, la clase política local, donde están los responsables del archivo incendiado, así como los dueños de la guardería, se lavaron las manos, diluida la culpa en el inmenso y anónimo Estado.

Finalmente, la PGR ha consignado por homicidio doloso a las 22 mujeres a cuyo cargo estaba la guardería. Dado que los padres de las víctimas son inatacables, seis años después la justicia mexicana ejerce una de las habilidades a las cuales la obliga su inoperancia: la fabricación de culpables. El alto grado de exigencia democrática que priva incluso en democracias tan defectuosas como la nuestra nos lleva de regreso a Rousseau para quien el accidente resulta de nuestra necesidad o necedad de vivir en sociedad.

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