Decía Yves Bonnefoy, o alguien como él, con acreditada mirada de poeta sobre la pintura, que entre los escritores imperan dos maneras de mirar las artes plásticas, en verso o en prosa, lo cual es interesante pues ello no depende de que el mirón sea poeta o sea novelista. Se me ocurre, para no ir más allá de México, que el poeta Octavio Paz —que de sólo haber hecho crítica de arte estaría entre los grandes del género— cuando escribía sobre pintura lo hacía en prosa, sometiendo el arrobo poético a la dictadura de la inteligencia mientras que el novelista Juan García Ponce se dejaba ir frente a los cuadros, sobre todo los de sus amigos, proyectando verdaderas descargas líricas de las cuales salía, a veces, un retrato postergado o vicario del propio narrador.

Por casualidad, entre las novedades que procuro ordenar para hablar ya sea de clásicos o de comerciales, me topé con un par de delgados tomos, pulcramente ilustrados —uno a dos tintas, el otro a colores­— sobre Rembrandt, firmados por dos escritores harto distintos, aunque ambos de lengua francesa: Jean Genet (1910-1986) y Tzvetan Todorov (1939-2017). Uno y otro hubieron de conquistar París, a la manera de Lucien de Rubempré, poniendo, al final, a la ciudad a sus pies. Matrona con siglos de experiencia, la vieja Lutecia no se hace de rogar a lo hora de dejarse conquistar por la violencia o por la inteligencia.

Genet, aunque nacido en París, venía de la marginalidad y del crimen hasta que Sartre lo redimió. Pasó entonces de hospedarse en orfanatorios y cárceles a habitar una monumental jaula de oro (pagaba Gallimard) en forma de hotel. El llorado Todorov, llegó joven de la Bulgaria comunista, pobre aunque docto en el formalismo ruso, a un París donde todos anhelaban ser comunistas pero al morir era una de las almas de la Francia liberal. Ambos, eventuales, hicieron crítica de arte, diletantes despreocupados de serlo y sus elogios sobre Rembrandt, divergen. Al novelista le interesa el pintor de Leiden como retratista de la senilidad mientras que al ensayista le intriga el pintor de niños. Uno, a quien la posteridad menosprecia como una suerte de un precámbrico Corín Tellado de los homosexuales, ve en los ancianos de Rembradt al viejo que será —sus ensayos reunidos en Rembrandt (Gallimard, 2017) los escribió durante la madurez— mientras que en ¡El arte o la vida! El caso Rembrandt (Vaso Roto, 2010), Todorov se antoja nostálgico de los niños criados con la novelista franco-canadiense Nancy Huston. En un libro habla el solitario impenitente; en otro, se delata el padre de familia.

Genet, en “Le secret de Rembrandt” (1958), primera parte del tratadillo, comparte su asombro en la belleza con la cual el holandés retrató la senectud, con un respeto rayano en lo religioso, como es visible en “La madre de Rembrandt leyendo”, pintado hacia 1629 y en no pocos retratos donde figura esa misma carne llevada por Lucien Freud, tres siglos después, del tocador a la carnicería. Al reconocer Rembrandt la dignidad de todo lo humano (y no sólo de ello, agrega Todorov, sino de los animales domésticos yendo más allá de la pintura doméstica de sus contemporáneos), no podía olvidar a los ancianos, advierte Genet, el autor de Querella de Brest (1947), una de esas novelas que tras habernos impresionado tanto no queremos releer temerosos de la a menudo implacable decepción.

En su segundo texto, “Ce qui est reste d’un Rembrandt déchiré en petits carrées bien réguliers, et foutu aux chiottes” (1967), Genet utiliza al pintor para viajar aún más en el interior de sí mismo. El ensayo se salvó milagrosamente pues el original lo había destruido el autor, en duelo por la muerte de su amigo Abdallah Bentanga, junto a la bolsa, llena de manuscritos, donde guardaba los folios. La incursión vale la pena. Haciendo un viaje ordinario de tren, en Francia, Genet depara en el hombre que le toca frente a su asiento. Ante su vulgaridad, en su absoluta falta de todo aquello que es singular, por ejemplo, en un rostro pintado por Rembrandt, el novelista sufre una epifanía. Siente que “nada humano le es ajeno” pero a diferencia de Terencio (y de Goethe que tanto uso le dio a esa fórmula), en ese dicterio no ve un llamado al clasicismo, sino a la miseria. Y piensa en Saskia, la esposa de Rembrandt —recluido en un matrimonio no muy bien avenido, dice Todorov al mirar un aguafuerte de la pareja donde él prepondera, insolente— fallecida en 1642, a la cual el maestro habría dibujado, muy enferma, dos años atrás. Aquí es el único punto donde Genet (el lírico) y Todorov (el cerebral), se encuentran, preguntándose si la impersonalidad de las modelos del viudo no se debe al desdén propio de la abundancia doméstica. Todos los hombres, concluye Genet, son mis hermanos en ese “vacío sólido” al cual pretende que Rembrandt llegó, al despersonalizar, precisamente, a las criadas. Lo hizo porque Saskia había muerto. El tema es muy genetiano. Le tocaba concebirse como un ser de sangre y humores, hedor y pestilencia pero también como el poseso inteligente y tierno que fue. Pero Genet concluye preguntándose si todo cuanto sabe y dice sobre sí mismo o sobre Rembrandt es falso.

(Alguna mañana estuve en el Rijksmusseum y no recuerdo nada de Rembrandt por la imposibilidad de conciliar los placeres estéticos con la acedia padecida buscando una llave ausente en el bolsillo del saco).

Todorov se interesa por el Rembrandt menor, el de los aguafuertes y dibujos, el observador del niñerío, poco interesado en el fastuoso pintor bíblico tan influyente sobre Jean Genet (¡“Jeremías llorando ante la destrucción de Jerusalén”!) porque el búlgaro proviene de la abigarrada ortodoxia mientras que el francés, arrojado a la provincia con una familia cualquiera, vivió su infancia de expósito en iglesias previsiblemente severas y vacías, en la frontera de la Reforma. El Rembrandt de Todorov, a contrapié, es el hombre del Renacimiento: sus sucesivos autorretratos, lejos de cultivar su vanidad, la van desmontando hasta llegar a la imagen desdentada y caduca, algo diabólica, me figuro yo, pintada en 1668. Para Tzvetan Todorov, como para Rilke, otro agradecido centro europeo, Rembrandt deja un lecho vacío y es allí donde miraremos. El demiurgo lo ha abandonado, temprano, para irse a dibujar a los hombres.

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