Entre 1993 y 2014, Sergio González Rodríguez y yo nos vimos puntualmente cada martes en la redacción de El ángel, suplemento cultural de Reforma, que él y yo, junto a otros colegas, fundamos. El lunes por la mañana, Beatriz de León, quien fuera nuestra editora durante 20 años, me avisó de su muerte, mientras yo caminaba por una ciudad extranjera. Me va llegando por oleadas el recuerdo de su cariño, silencioso pero significativo, así como la memoria de la inesperada armonía (él venía de Nexos, yo de Vuelta, revistas rivales en tiempos rijosos), con la cual trabajamos. Antes de ese año de 1993, él se había burlado de mí en La Jornada Semanal, herencia de su maestro Fernando Benítez; le respondí elogiando, no sin los reparos necesarios, El centauro en el paisaje (1992) desde Vuelta. A veces, ya en los tiempos de El ángel, se enojaba conmigo, privándome de la palabra durante semanas, sin que yo pudiera averiguar nunca la razón de su disgusto, aunque espulgase, maniático, mis dichos y artículos, buscándola. Tiempo después, de manera tan inesperada como lo fue su fallecimiento, me devolvía el saludo y su conversación entrecortada por la malicia y el pesimismo.

¿Quién fue Sergio? Un moralista que usaba el artículo y el libro para documentar una barbarie mexicana cuyo origen contemporáneo detectó en Huesos en el desierto (2002) y ante la cual nunca suspendió ni su capacidad de indignación ni su duelo. No en balde, minucioso, Roberto Bolaño hizo de esa crónica sobre las llamadas “muertas de Juárez” el documento capital de 2666, como seguramente Los 43 de Ayotzinapa (2015), sobre los estudiantes desaparecidos y asesinados de aquella normal rural, encabezará esa necrografía. En honor a la verdad, pues no encuentro otra manera de tratar la memoria de Sergio, no creo que hayan sido, ni uno ni otro libro, obras periodísticas acabadas. “González Rodríguez”, me dijo un amigo común, “nunca se ganaría un Premio Pulitzer” dedicado a la no ficción, pues valeroso ante los hechos, siempre llegaba el momento fatal cuando Sergio, hombre de letras de principio o a fin, abandonaba los hechos y fabulaba, lo cual es imperdonable en un periodista. Así, nunca pudo probar que los feminicidios de Ciudad Juárez se debieran a una treta satánica organizada por políticos emboscados o que la muerte de los estudiantes de Ayotzinapa fuesen el resultado, nada menos, de un colosal ejercicio de contrainsurgencia. Lo suyo fue la imagen y el mito, lo cual también va a crédito de la realidad y su disección: por ello acaso sus mejores libros —fue uno de los grandes ensayistas de su generación— son De sangre y sol (2006) y El hombre sin cabeza (2009). Sus novelas, en mi caso, aguardan la relectura.

Como a algunos moralistas, la realidad terminaba por indignarlo al grado de escapar hacia la teoría de la conspiración. Aunque fue un viajero tardío, a sus anchas en la Barcelona de Jorge Herralde, su principal editor, siempre encontré en Serge (como le gustaba que le llamasen sus amigos), a un creyente neoyorkino en la Mano Negra. Como mi madre, ella sí natural de Manhattan, González Rodríguez no tenía ninguna duda de que el segundo Bush se había bombardeado a sí mismo aquel 11 de septiembre de 2001.

Era muy devoto Sergio, antiguo baterista quien perdió un oído en la trinchera, de la cultura estadounidense, de su cine más terrorífico, de las novelas policiacas, del heavy metal sin duda, del New Journalism, del que lo alimentó Monsiváis en sus años de aprendizaje en La cultura en México. Ese amor por la cultura de los tipos duros, González Rodríguez lo complementaba con la sofisticación de los teóricos de la cultura a los cuales se fiaba: desde Benjamin y Foucault hasta los Berman (Marshal y Morris), pasando por los italianos, más en la órbita de Giorgio Agamben que en la de Toni Negri: el mundo, para él, carecía de remedio y desdeñaba el combustible regado por los incendiarios de antes o de ahora. Cuando le daba por el optimismo, supongo, se dirigía hacia “el lado oscuro de la fuerza”, el ocupado por Mircea Eliade o René Guénon. Pesimista trágico y nihilista incorregible, a González Rodríguez le parecía, mi liberalismo, una ingenuidad. En ese punto, la conversación cesaba y lo dejaba planeando el siguiente número de El ángel, el gran amor de este soltero inclaudicable cuya vida privada, de la cual poco o nada supe jamás, habría entretenido a un Balzac.

Sé que el diálogo público, con la muerte de Sergio González Rodríguez, pierde en México a un valioso e incómodo interlocutor, atrabiliario y a la vez sutil, un hombre de aquellos a los que les duele, verdaderamente les duele, su país. Pero no afrontan ese dolor con el sentimentalismo, sino con el conocimiento. Sus conclusiones, varias veces, me parecieron, por obra de su angustia, fantasiosas, pero encuentro genuina y honorable su búsqueda filosófica y moral de la verdad. Amigos íntimos no lo fuimos y francamente no sé si los tuvo. Nunca visité, por ejemplo, ninguno de sus departamentos. En cambio, me ofreció una larga amistad a la inglesa, como dicen los clásicos, llena de silencios dichosos, ocurrencias perversas y lecturas a profundidad. Lo vi por última vez hace exactamente cuatro meses, en la feria de Guadalajara, donde tanta noche recorrimos. No me dijo nada, como siempre, pero se me acercó, maternal, a arreglarme el cuello de la camisa, el cual siempre hallaba descompuesto. “Esa camisa no es para llevar corbata, manito”, me decía ese verdadero dandy que fue Serge.

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