Chopin, mar de suspiros, de lágrimas, de sollozos, 

que las mariposas atraviesen sin posarse

gozando sobre la tristeza o danzando sobre las olas.

Sueñe, ame, sufre, grite, calle, encante o me arrulle,

entre cada dolor siempre deslizas

el olvido vagólatra y dulce de tu capricho.

Como de flor en flor las mariposas flanean;

de tu pena es cómplice tu alegría:

el ardor del torbellino acrecienta la sed de las lágrimas.

Eres pálido y dulce camarada de la luna y de las aguas,

príncipe de la desesperación o traicionado gran señor

todavía te exaltas, más bello cuan más pálido.

El sol inunda tu pieza de enfermo

que llora al sonreírle y sufre al mirarla…

¡Sonrisa amarga y lágrimas de esperanza!

Este poema dedicado a Chopin no es de Manuel Gutiérrez Nájera sino de Marcel Proust. Lo escribió en 1895 con la intención de publicarlo, sin éxito, gracias a su amigo Léon Daudet, en La Nouvelle Revue (nada que ver con la Nouvelle Revue Française, contra lo que dice la edición de Penguin que reseño, pues aquella se editó hasta 1909). Al final, Proust lo incluyó en Los placeres y los días (1896), su primera miscelánea de verso, prosa y crítica. Ese volumen lo tradujo en 1975 al español Consuelo Berges (1899–1988) y su versión del “Chopin” es más seca y castiza que la mía, libre. Me fue divertido acrecentar el parecido entre el joven Proust y los primeros modernistas mexicanos pues en la Revista Azul el futuro novelista se hubiera sentido, también, en casa. Otro Proust, propiamente decadente, está igualmente presente en The Collected Poems, edición bilingüe a cargo de Harold Augenbraum, aparecida en 2013 y la primera en reunir en inglés la poesía ocasional del autor de En busca del tiempo perdido, aparecida en francés (Gallimard) apenas en 1982.

El primer poema de esta edición es “Pédérastie”, dirigido de manera privada, en carta, por Proust a su confidente, el pensador Daniel Halèvy (1872–1962). Proust estaba enamorado de Jacques Bizet (1872–1922), hijo del compositor y médico más tarde y en esos versos confesaba desear “siempre dormir, amar o vivir/ con un cálido niño, Jacques, Pierre o Firmin”.

En su juventud, Proust justificaba “socráticamente” la homosexualidad como forma de altivez espiritual e intelectual frente a la vulgaridad del biológico y cívico procrear o de la prostitución femenina. Halèvy, como la mayoría de sus contemporáneos, no pocos de sus amigos entre ellos, consideraba al joven Marcel, su condiscípulo en el Liceo Condorcet, como un pobre frívolo. Con los años, el homoerotismo proustiano se volvió aún más decadentista en contraposición a la paradójica normalización de la “inversión” propuesta por Gide en Corydon (1911), escritor por varios motivos, para Proust, equívoco.

Más allá del asunto, ya esclarecido, si cabe, de su homosexualidad, leer junta toda la poesía de Proust es una experiencia curiosa. Desde luego, como la inmensa mayoría de los novelistas, fue un mal poeta. Los hay quienes habiendo sido de jóvenes poetas prometedores, han abandonado el arte mayor por la novela, ejerciéndola hasta con grandeza, pero el caso contrario es muy raro. Poquísimos han destacado igualmente en uno y otro género. Uno de ellos, fue el inglés Thomas Hardy (1840–1928), quien lejos de abandonar la novela por la poesía, lo cual lo convertiría en la excepción a la regla, hizo vida de poeta secreto mientras publicaba novelas.

En Proust, el poema fue, desde sus mocedades hasta su agonía (nótese por cierto la predicción de su célebre cuarto encorchado de enfermo en el Boulevard Haussmann en la pieza de convaleciente donde el sol visitaría a Chopin), un recado en verso. A veces, doméstico (como el poema número 103 de The Collected Poems, dirigido a Céleste Albaret, su fiel ama de llaves, esposa de su chófer y hasta su biógrafa con Monsieur Proust de 1973), frecuentemente amoroso (como los dirigidos al compositor Reynaldo Hahn, su pareja más constante) y un ejercicio, sobre todo, amistoso. En este libro aparecen como temas y dedicatorios de los poemas proustianos casi todo el armorial de amistades y relaciones de Proust, desde el omnisciente Charlus hasta los jóvenes Jean Cocteau y Paul Morand.

Otros apuntan, descartando los homenajes de juventud a músicos (no sólo Chopin, Mozart y Schumann también) y pintores admirados (sobre todo los holandeses, guiado por Fromentin) hacia un género más propiamente proustiano, el pastiche, sin el cual es inconcebible En busca del tiempo perdido: apropiarse y recrear, imitar e imitando, destruir. Entre los poemas “pasticheros” de Proust los hay de la condesa de Noailles, de Robert de Montesquiou, de Maeterlinck y de Debussy, cuyo Peleas y Melisande adoraba, o uno dirigido a los carteros, donde aparece su pobre bestia negra, fallecido en 1869, Sainte–Beuve: “Cartero, si tú no eres un idiota/ en la calle, sí! Diría Beaunier–Monceau/ No dudo que encuentres, a la Viuda/ En lugar de leer a Sainte–Beuve/ O a Nietzsche, en el 31”. Se trataba de la viuda (Beuve/Veuve, en francés) Lemaire, florista y en su día, amante de Alexandre Dumas hijo.

Proust como pastichero tenía indudable ingenio satírico, pero llama la atención cómo su poesía, en uno de los novelistas modernos por ley, nunca se dejó tentar con aquello llamado por los anglosajones, modernisn y por nosotros, vanguardia, habiendo muerto en 1922. Su poesía nunca rebasa a su preferido, Baudelaire (de quién no, a estas alturas) y a Leconte de Lisle, a la gente del Parnaso. Como poeta estuvo más cerca de nuestro Gutiérrez Nájera que de Pound (el amigo de Joyce con quien trataron de amistar a Proust en un ágape con fama de aburridísimo). Tras leer “Chopin”, de Marcel Proust, y hasta traducirlo, busco “La serenata de Schubert” (1888) del Duque Job, que así da comienzo:

¡Oh, qué dulce canción! Límpida brota

esparciendo sus blancas armonías,

y parece que lleva en cada nota

muchas tristezas y ternuras mías.

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