Regresé a París poco después de los atentados del 13 de noviembre y lo hice en domingo, lo que acrecentó la tristeza de la ciudad. Como suelo hacerlo, fui a la única librería de las que conozco, abierta ese día y hasta tarde en la noche. Tan pronto me acerqué a la mesa de novedades, me topé con Palmyre. L’irremplaçable trésor (Albin Michel, 2015), de Paul Veyne. Lo compré y me salí en busca de un lugar —sobraban— en el café contiguo y leí, casi en voz alta, emocionado, parte de la introducción del viejo historiador y arqueólogo francés Paul Veyne (1930), cuyo párrafo esencial traduzco: “Habiendo tenido por oficio el estudio de la antigüedad greco–romana, nunca cesé de encontrarme con Palmira a lo largo de mi camino profesional. Con la destrucción de Palmira por la organización terrorista Daech, todo un lienzo de nuestra cultura y mi propia materia de estudio, acaba de estallar en mil pedazos. Pese a mi avanzada edad, es mi deber de antiguo profesor y de ser humano dejar clara mi estupefacción frente a ese saqueo incomprensible y de trazar un retrato de aquel esplendor perdido de Palmira que ahora no podremos sino conocer a través de los libros”.

Este sabio le dedica el librito a su colega Khaled al-Assaad, “director General de Antigüedades de Palmira de 1963 a 2003, asesinado por ‘interesado en los ídolos’”, lo cual debió ser reconfortante no sólo para mí, autor en este diario de una semblanza de la Palmira helenística tal cual la dibujó el conde de Volney a fines del siglo XVIII frente a la Revolución francesa, sino para los muchos otros estupefactos e impotentes espectadores quienes a lo largo del mundo observaron la destrucción de Palmira y la decapitación de su custudio, el arqueólogo. Acaso por respeto a la fe musulmana de la víctima, Veyne no incluyó una fotografía del mártir pero sí aquellas del antes y el después de Palmira, tras la explosión provocada en agosto pasado por los terroristas, que volaron, sobre todo, el templo de Baal. Quienes empiezan demoliendo monumentos acaban por asesinar a quienes los resguardan y allí comienza la carnicería sin límites a la que estamos asistiendo y que las potencias occidentales no se tomaron muy en serio hasta que no fue tocada París, la joya de la corona de nuestra civilización.

Palmyre. L’irremplaçable trésor no sólo conmueve por el gesto de Veyne, abandonando su retiro para protestar por el crimen, honrando aquello que Julien Benda le pedía a los intelectuales: su compromiso con una serie de valores abstractos, sí y permanentes, también, la verdad, la justicia y la libertad, cuyo contenido histórico muta, permaneciendo inalterada su forma ética. Conmueve, también, por ilustrarnos en lo que fue Palmira: una frontera entre el mundo helenístico y el mundo persa, ciudad comercial y hoy la llamaríamos, “multicultural”, la puerta que, una vez cruzada, dejaba atrás el imperio romano y abría, ruta de la seda mediante, el camino al Extremo Oriente. No fue escogida casualmente por los terroristas del llamado Califato islámico casualmente. Era algo más que un montón de piedras. Representaba justamente todo aquello cuya destrucción desean: la diversidad religiosa, la convivencia de las etnias y los pueblos, el comercio de las mercancías, el trato intelectual. Destruida Palmira, imponen un modelo a ejecutarse: ayer la ciudad exaltada por Volney como muestra de la destrucción padecida gracias a las revoluciones y los imperios; hoy Nueva York, París…

Palmira, como lo sueña Veyne, será reconstruida, piedra por piedra, en algunos años. La tecnología será, en éste caso, el hada madrina capaz de llevarnos a clonar cada detalle de su rosada belleza y no habrá joven estudiante de arqueología o ciudadano del mundo ahíto de curiosidad incapaz de visitarla in situ o a través de la red. Quienes la volaron hoy, la convertirán en símbolo universal, como ha ocurrido por los budas gigantes a su vez destruidos hace 15 años con los talibanes. Al–Assaad, Paul Veyne, yo mismo, miles de lectores, habremos de morir tranquilos. Palmira, pese a la incuria de hoy, sobrevivirá a la barbarie del siglo XXI como lo hizo ante la de otros siglos.

Eso en cuanto a Palmira. ¿Y París? Las grandes ciudades, como Nueva York, Londres, Madrid y París en estos años de terrorismo islámico, o como la de México en el temblor de 1985, gozan de una información genética que tras las grandes catástrofes, los insultos más procaces de los bárbaros o de la naturaleza, les permite reaccionar con altivez, eficacia y orgullo. Se ha debatido mucho en Francia sobre por qué sucedieron los atentados del 13 de noviembre, discusión en libertad donde no pocos ejercen su derecho a criminalizar a la víctima. Con los días, los parisinos volvieron a las terrazas y a los cafés. No porque no hubiera pasado nada sino precisamente por lo ocurrido. Hace un rato en Guadalajara, una colega española me decía que tomarse un café en París, frente a la calle, es un acto por el cual vale la pena jugarse la vida. Es un detalle insignificante y un momento sublime que retrata el silencio del solitario, la conversión de los amigos y la belleza del observador, de los paseantes, a la cual llega nuestra civilización cuando se entrega al ocio creador.

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