En los días finales de 2010, ciento cincuenta reos del penal estatal de Nuevo Laredo, Tamaulipas, pusieron pies en polvorosa. Salieron por una puerta lateral, como patrones, sin que nada ni nadie impidiera su fuga.

El evento provocó malestar entre las fuerzas federales desplegadas en la región. Los custodios del penal fueron detenidos y sometidos a interrogatorio. Y uno soltó una neta bien neta: “Sí, salían todos los días, pero siempre regresaban. No sabemos que pasó ahora”. Hasta preocupado parecía.

Por las mismas fechas, en Gómez Palacio, Durango, pasaba algo similar. Unos reos más bien libres salían diario de una prisión, llevándose armas y vehículos de los custodios, masacraban a unos rivales en bares de Torreón, y luego regresaban para un merecido descanso a sus celdas. Mientras tanto, la directora del penal era nombrada Mujer del Año en Durango (les juro que eso pasó).

Además, en esto de las cárceles, no sólo es que Mahoma va a la montaña, sino que la montaña va a Mahoma. Los reos, los que mandan al menos, se avituallan de todo lo necesario para una cómoda existencia en prisión. Hace poco, en el penal de Aguaruto en Sinaloa, se descubrió que el hijo de Juan José El Azul Esparragoza tenía en su celda (por decirle de algún modo) sala, pantalla plana, celular, drogas al por mayor y acceso a sexoservidoras. Y se descubrió porque el muy ingrato decidió escaparse de cualquier modo.

No se trata, además, de sólo darle comodidades a los jefes. También hay que repartirle algo a la comunidad. Como una fiesta, por ejemplo, con Buchanan’s, cheves, comilona y música viva, a cargo de los Buchones de Culiacán. Todo cortesía de Don Chelo, consuegro de Nemesio Oseguera, El Mencho, líder de Cártel de Jalisco Nueva Generación. Todo en el penal estatal de Puente Grande, Jalisco (no en el federal, de donde se escapó El Chapo). Todo a plena vista de custodios y administradores de la prisión, hace pocos meses.

¿Por qué nos siguen pasando estas cosas? ¿Por qué el autogobierno es la norma y no la excepción en nuestras cárceles? Hace algunos años, hubiera puesto a la sobrepoblación como causa primera del desastre penitenciario. Pero esa excusa es cada vez menos válida. Todavía hay más reos que espacios en el sistema, pero la brecha se está cerrando, gracias (en buena medida) al nuevo sistema de justicia penal. De hecho, 2016 fue el primer año en más de dos décadas con una disminución en el número de presos. Además, en estados como Tamaulipas, no hay y no ha habido sobrepoblación carcelaria.

Lo que hay y ha habido es un desmadre. Reos federales, de altísima peligrosidad, mezclados promiscuamente con presos del fuero común. Muy pocos custodios para el número de prisioneros, además de mal pagados, mal entrenados, mal equipados, mal motivados y mal supervisados. Muy malas instalaciones, viejas, desactualizadas, con poca tecnología. Muy poco presupuesto para el tamaño del reto. Muy poca vigilancia (si es que alguna) de cualquier ente externo.

Y sí, el sistema federal es mejor. Pero no lo suficiente bueno para evitar que un narco con dedicación y recursos se fugue por un túnel, sin que nadie reaccione durante casi una hora.

La realidad es que a nadie le importan las cárceles. Salvo a los delincuentes. No es casualidad por tanto que ellos sean los que allí manden.

¿Qué hacemos entonces? Pues le dedicamos más recursos y más atención y más supervisión al asunto. O nos acostumbramos a más fugas y más pachangas y más masacres.

Dicho de otro modo, empezamos a gobernar las prisiones o nos resignamos a que desde las prisiones nos gobiernen los criminales.

alejandrohope@outlook.com

@ahope71

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