Da pena admitirlo, pero hace cuatro años tuve una reunión con Javier Duarte. De una hora o tal vez menos. Había sido invitado a dar una plática en un evento sobre reforma policial en el inmenso centro de convenciones de Boca del Río, a unos pasos del lugar donde los Matazetas arrojaron 35 cadáveres en 2011. En el transcurso del foro, los organizadores mandaron decir que el señor gobernador quería reunirse con los ponentes.

Pues que vamos los cuatro ponentes (me reservo el nombre de los otros tres). Subimos a una oficina que el gobierno del estado mantiene en ese sitio y esperamos. Y seguimos esperando y esperando y esperando. Dos horas, según recuerdo. Finalmente, el entonces muy robusto mandatario hizo su entrada triunfal junto a un pequeño séquito, saludó efusivamente a todos los invitados e informó que no había estado bien de salud en semanas recientes.

“Vengo de hacerme un check-up en Houston”, dijo. Y luego remató con un apretado resumen de sus afecciones y una confesión: había estado muy contento en Texas porque podía ir en la camioneta con la ventana abierta. En Veracruz, ni pensarlo: todo era camioneta blindada y muchos guardaespaldas alrededor. Muy molesto.

Una ponente le sugirió que la situación era más molesta para los veracruzanos de a pie que no contaban con protección y que debían enfrentar niveles crecientes de inseguridad. “Tal vez, pero ellos no tienen una diana en la espalda”, respondió. Luego pasó a comentarnos, a manera de queja, que sus hijos no podían ir al cine sin comprar todos los boletos de la sala (ignoro si alguna vez hicieron semejante cosa).

Pasando a cosas más serias, hablamos sobre los niveles de violencia en la entidad. Se le señaló que en el mes previo se habían registrado muchos homicidios y se le preguntó sobre las causas de ese fenómeno. Su respuesta: “No sé. Le voy a preguntar a los almirantes”. Era la época en la que la seguridad de Veracruz estaba casi por completo en manos de la Marina, pero aún así la frase nos tumbó. El gobernador de la tercera entidad más poblada del país y jefe máximo de una policía estatal de casi 8 mil elementos no tenía ni idea de lo que pasaba en el terreno. Ni interés: iban decenas de muertos en el mes previo y todavía no le “preguntaba a los almirantes”.

Así nos fuimos: anonadados ante la combinación de descortesía, desinterés y frivolidad que había mostrado Duarte. Era valemadrismo químicamente puro. No le importó confesar ante extraños que se iba al médico a Houston o que sus hijos podían agarrar una sala de cine como si fuera el cuarto de tele de su casa. No le pareció de mal tono hacerse el sufrido por andar rodeado de guardaespaldas. Fresco como una lechuga, le aventó sin más el problema de seguridad de su estado a la Federación.

Después de esa hora, ninguna revelación sobre Javier Duarte me ha parecido sorpresiva. Ni las empresas fantasmas ni el imperio inmobiliario ni la red de prestanombres ni nada. Todo encaja con el personaje que nos hizo esperar dos horas en Boca del Río hace cuatro años.

He visto a cínicos y luego a Javidú. Pero tal vez es porque no he visto a muchos otros de similar calaña. Probablemente haya por allí algún góber infeliz porque los guaruras no lo dejan andar con la ventana abierta o recién desempacado de su chequeo médico en alguna clínica de primer mundo. Si lo hay y lo conocen, salgan corriendo de ese estado. Pero ya.

alejandrohope@outlook.com.

@ahope71

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